Tenemos que aprender a abajarnos en la vida para ponernos realmente a la altura del otro y poder mirarle directamente a los ojos desde la sinceridad del corazón
Ezequiel 2, 8 – 3, 4; Sal 118; Mateo 18,
1-5. 10. 12-14
Vivimos en una cultura
de competitividad. Una palabra que refleja un estilo de vida lleno de luchas,
que no nos importan que sean desleales, porque lo importante es ganar, quedar
por encima del otro, arrebatar como sea ese primer puesto o ese poder porque
queremos hacer relucir nuestro ego, nuestro orgullo. No es competencia en el
sentido de hacer valer aquello en lo que somos competentes, en lo que tenemos
unos valores o unas cualidades o unas capacidades que con el aprendizaje hemos
desarrollado. Es el competir en un sentido de lucha que nos lleva a
enfrentamientos, que nos hace ser dominantes, en que nos creemos poderosos
buscando muchas veces solo nuestro beneficio personal. Todo vale entonces para
lograr ese poder, todo vale en esa lucha y en la deslealtad a la que llegamos
no importa la traición con tal de yo quedar vencedor.
Siempre estamos
pensando en quién es más grande o más importante, quién puede más o en no dejar
de ninguna manera que nadie esté por encima. Y eso nos ciega para ver los
valores de los demás, para descubrir lo bueno que hay en el otro, para buscar
un camino de colaboración para entre todos, cada uno según sus capacidades, sus
competencias, cooperar para lo que sea lo mejor para todos. Hasta en lo que tendría
que ser un juego en la vida que nos proporcionara diversión y entretenimiento
ponemos por medio esa competitividad de lucha, de enfrentamiento y de pasión convirtiéndonos
en rivales los unos de otros que casi en enemigos; pensemos en lo que hemos hecho incluso de
nuestros deportes.
Es una tentación que
ha estado siempre en el hombre, en la humanidad. A todos nos pueden tentar esos
brillos del poder, esa vanidad de la vida, esos orgullos que nos endiosan y
cuando nos subimos a esos pedestales cómo nos cuesta bajarnos para caminar el
camino llano donde todos nos sintamos hermanos. Vemos hoy en el evangelio que
también los discípulos de Jesús sentían esa tentación. Desde el orgullo patrio
en que vivían y en el que se sentían humillados bajo el poder de pueblos y
poderes extranjeros, con la esperanza de un Mesías que les daría la gloria y la
libertad, el estar cerca de aquel en el que pensaban que podía ser el Mesías,
les hacía soñar también en esos brillos de poder. ¿Quién sería el más
importante? Ya conocemos el momento en que dos de los discípulos, porque se sentían
de la familia de Jesús, aspiraban a estar uno a la derecha y otro a la
izquierda.
Jesús a estos sueños y
aspiraciones que les aparecen hoy les ofrece la imagen de un niño y les dice
que tienen que ser como niños. El niño que no ha entrado en ese juego de la competitividad
de los mayores, el niño que es humilde y sencillo y en su ternura es amigo de
todos, el niño que juega con los otros niños solamente por divertirse y pasarlo
bien, el niño de esa sonrisa abierta y de esos ojos brillantes en los que aún
no han aparecido las sombras de la ambición y de los orgullos que tan pronto
aprenderán de los mayores, el niño que siempre es dado y servicial, que solo
busca cariño y que siempre nos ofrecerá la ternura de su corazón en ese beso
inocente que con tanta facilidad nos regala.
Así nos dice Jesús que
tenemos que ser. Así tiene que ser la humildad y la ternura que se han de
destilar siempre de nuestro corazón; así con esa generosidad de poner lo que
somos y lo que llevamos de bueno en el corazón para que todos seamos felices,
para que haya esa sonrisa franca y esa risa llena de alegría y alejada de
amarguras; así con esa generosidad que le hace espontáneamente solidario y que
sabe llorar con el que llora, pero que también está pronto para reír y cantar
con el que expresa alegría en la vida.
‘En
verdad os digo, nos dice, que, si no os convertís y os hacéis como niños, no
entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como
este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un
niño como este en mi nombre me acoge a mí’.
¿Aprenderemos
de verdad que el Reino de Dios lo vamos a vivir desde cosas pequeñas?
¿Aprenderemos que no necesitamos hacer grandes cosas para vivir el Reino de
Dios sino que esas cosas pequeñas de cada día las podemos hacer extraordinarias
cuando llenamos la vida de humildad, sencillez, ternura, lealtad, amor y
amistad verdadera? ¿Aprenderemos de una vez por todas a estar siempre a la
altura del otro aunque pare ello tengamos que abajarnos, agacharnos para poder
mirarle directamente a los ojos?
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