No nos gusta morir pero solo cuando somos capaces de morir a
nosotros mismos daremos fruto de verdad siendo generadores de nueva vida
2Corintios 9, 6-10; Sal 111; Juan 12, 24-26
Todos habremos tenido
alguna vez en nuestra mano una semilla, un grano de trigo por ejemplo, y no sé
si nos habremos detenido a pensar en todo el significado de vida que esa
pequeña semilla encierra. Pero quizá nos habremos dado cuenta que de nada nos
sirve si la dejamos en ese estado en el que la tenemos en nuestra mano, una
semilla que encierra vida, pero una semilla que si la queremos dejar así
intacta con el paso del tiempo aquella potencia de vida que encierra se pierde.
Sin embargo tenemos
que hacer que se pierda de ese estado en que se encuentra, porque o la
trituramos para hacer de ella harina con la que elaboraremos el pan, o hemos de
hacer que se pierda enterrándola para que pueda germinar y hacer que brote otra
planta llena de vida que nos dará abundantes granos en sus espigas multiplicándose
así incluso su vida. Pero al germinar, se pudre decimos, porque la semilla
desaparece en si misma, parece que pierde la vida pero se potencia la vida en
esa nueva planta que va a surgir generadora de nuevos frutos.
Es la imagen que nos
está proponiendo hoy Jesús cuando nos dice que ‘si
el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da
mucho fruto’. Y nos está hablando de si mismo, pero nos está
hablando de lo que nosotros tenemos que ser.
Parece que a nadie le
gusta morir, pero Jesús nos dice que si no morimos no damos fruto, que solo
cuando se es capaz de morir a si mismo es cuando daremos fruto de verdad.
Creo que entendemos de
verdad lo que quiere significar, porque nos habla no tanto de esa muerte en que
un día nuestro cuerpo desaparecerá sino de esa entrega de amor que hemos de ser
capaces de hacer de nosotros mismos, aunque nos parezca que nosotros somos
anulados, pero que sin embargo en esa nuestra entrega, hasta la muerte si es
preciso, seremos en verdad generadores de vida. Lo importante no es que nos
reservemos para nosotros mismos, cosa que entraría en lo que podríamos llamar
orden natural en cuanto que tenemos que preservar nuestra vida, sino que cuando
entramos en la órbita del amor así nos vamos a dar, así nos vamos a olvidar
incluso de nosotros mismos porque ya lo que nos importa es el bien de aquellos
a los que amamos, a los que queremos amar.
Y escuchamos este
texto del evangelio en la fiesta de san Lorenzo, aquel diácono de la Iglesia de
Roma que sufrió la tortura del fuego hasta la muerte porque su vida había sido
siempre para los demás. Como diácono su misión era el servicio y la atención a
los pobres, por eso cuando el emperador de Roma le pide que le entregue las
riquezas de la Iglesia, porque sabía que era el administrador de los bienes de la
Iglesia de Roma, él reúne a todos los pobres de Roma y se los presenta al emperador
diciéndole que aquellos son la riqueza de la Iglesia. Aquellos pobres a los que
el diácono Lorenzo servía y atendía y por los que terminó dando su vida en el
cruel tormento del fuego, como antes mencionamos.
Hay un aforismo que
siempre se suele repetir y que la iglesia está muy convencida de ello y es que la
sangre de los mártires es semilla de cristianos. Lo que decíamos antes del
grano de trigo que al morir, al germinar se multiplica en una nueva espiga que
contendrá numerosos nuevos granos, o que si se tritura para hacer harina se
convertirá en fuente de vida al convertirse en nuestro alimento. Así la muerte
es generadora de vida cuando somos capaces de entregarnos por el amor. ‘El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a
sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna’, termina diciéndonos Jesús.
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