Si queremos vivir un auténtico seguimiento de Jesús tenemos
que arrancar de nosotros tantas cosas que se nos pegan del mundo y manchan el
camino de la Iglesia
1Reyes 19, 9a. 11-16; Sal 26; Mateo 5, 27-32
Siempre nos han
parecido fuertes las palabras de Jesús en el evangelio. Habla de una
radicalidad fuerte a la hora de su seguimiento y como nos parecen palabras tan
fuertes siempre estamos prontos para hacernos nuestras interpretaciones, por
una parte desde quienes se toman en serio esa radicalidad y son capaces de
mutilarse físicamente o por otra parte de quienes nos hacemos nuestras rebajas
que al final terminamos descafeinando el evangelio; queramos o no queramos un
café descafeinado no es café aunque mantenga sus ‘sabores’, pero se le ha
quitado su elemento más esencial. Es lo que muchas veces hacemos al final con el
evangelio.
Como hemos venido
reflexionando en estos días en que se nos está ofreciendo en el evangelio el
llamado Sermón del Monte es cuestión de un amor que se ha derrochado sobre
nosotros, que hemos experimentado en nuestra vida, y de la respuesta de amor
que en consecuencia queremos dar. Nada, pues, nos puede distraer de ese amor.
Como diría san Pablo nada podrá apartarme del amor de Cristo Jesús. Es lo que
tenemos que hacer con nuestra vida, es el camino que nos pide el evangelio, es
lo que tiene que ser el verdadero seguimiento de Jesús.
Ya escuchamos en
distintos momentos del evangelio como Jesús se muestra radical y exigente con
aquellos que quieren seguirlo o que han sentido la llamada del Señor. No se
puede estar volviendo la vista atrás cuando hemos puesto la mano en el arado en
la tarea del seguimiento de Jesús. Y a quienes quieren seguirle recordemos que
les dice que los zorros tienen sus guaridas o los pájaros del cielo sus nidos,
pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza, y si vamos a
seguirle buscando unas facilidades para nuestra vida, no es ese el camino del
seguidor del evangelio.
No nos valen
prebendas, no nos vale el beneficio que podamos sacar con nuestros prestigios o
nuestras ganancias, no nos valen las apariencias ni las vanidades, no nos vale
el querer situarnos en lugares de poder porque así podamos influir o dominar
sobre los demás, sino que el camino es el del servicio y el de hacerse el
ultimo y el servidor de todos. Y así podríamos recordar muchos pasajes más del
evangelio.
Cuanto tendríamos que
revisar en nuestras actitudes, en nuestras posturas, en las carreras que
algunas veces vemos hasta dentro de nuestras comunidades, en nuestra propia
Iglesia. Da la impresión que puede más en nosotros y hasta en nuestra propia
iglesia el espíritu del mundo, lo que son esas luchas de poder o de prestigio
que vemos en tantos en la vida pública, o en los que tendrían que vivir su vida
como una vocación de servicio a los demás.
Nos dejamos contagiar
fácilmente y tenemos el peligro de montarnos nuestros escaparates de vanidades,
de grandezas, de títulos honoríficos y tantas veces no tan honoríficos sino que
pueden significar poder. Algunas veces incluso pueden aparecer actuaciones
influenciadas por esos miedos a las pérdidas de prestigio o de poder.
Tendríamos que vivir una Iglesia más sencilla, más pobre, más humilde, más en
consonancia con el espíritu del Evangelio.
Hay algo, entonces,
que sea un obstáculo para la vivencia de ese amor, tenemos que apartarlo
radicalmente de nuestra vida. En nosotros, en el seguidor de Jesús, tiene que
brillar una rectitud que sea ejemplar para los demás; en el seguidor de Jesús
ha de resplandecer todo lo que sea el servicio y el amor, nada lo puede
oscurecer; el que quiere seguir el camino del evangelio ha de buscar primero y
por encima de todo lo que es el Reino de Dios y su justicia, que lo demás será
un regalo del Señor.
Por eso todo aquello
que nos hace pecar, que nos desvía del camino del seguimiento de Jesús tenemos
que apartarlo radicalmente de nuestra vida; no podemos consentir con la tentación
y la debilidad, es la lucha que cada día hemos de mantener; tenemos que alejar
de nosotros todas esas vanidades de las que tantas veces nos rodeamos. Pero
tenemos que hacer prevalecer por encima de todo lo que es el amor verdadero y
la misericordia, que recibimos del Señor y con la que nosotros tenemos que
saber acercarnos a los demás.
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