Ojalá
supiéramos alegrarnos con las alegrías de los demás, sentir como nuestras las
cosas aunque nos parezcan insignificantes que les suceden a los otros
Romanos 14, 7- 12; Sal 26; Lucas 15, 1-10
Cuántas cosas bonitas se suceden
continuamente en la vida y a las que quizá parece que no le damos importancia,
pero que sin embargo van amasando la amistad, haciendo crecer la confianza y la
convivencia, muestran la cercanía con que vivimos los unos con los otros y nos
hace caminar con una alegría que no podemos describir pero que todos en esa
bonita convivencia llevamos dentro.
Son esos momentos de placidez donde nos
ponemos a charlar, a contar nuestras cosas, a compartir aquello bueno que nos
va sucediendo, o son esos momentos en que corremos a contarle al vecino o al
familiar más cercano aquello que nos ha sucedido y que no nos podemos aguantar
dentro de nosotros sin compartirlo con los demás.
Son esos saludos al paso de la calle
cuando nos encontramos con el amigo y nos detenemos para charlar, para
interesarnos quizá simplemente por nuestra salud o cómo están las nuestros pero
que, como decíamos, amasan nuestra amistad y hacen crecer el cariño que nos
tenemos unos a otros.
Mirémoslo en positivo, que ya sé que
alguien me va a decir que esos momentos son oportunos para la crítica y la
murmuración, pero no tenemos que mirarlo siempre desde el lado oscuro, sino
descubrir la luz que proyectamos con nuestra cercanía a los demás y con nuestro
compartir; compartir no tiene que ser siempre cosas materiales, sino que compartir
es esa conversación en la que charlamos de lo que llevamos dentro, de nuestras alegrías
o de nuestras preocupaciones.
Me ha dado pie a esta consideración
inicial, aunque nos pudiera parecer que no tiene mucho que ver con el evangelio
que escuchamos hoy, en ese detalle del pastor que llama a los amigos para
contarle lo que le ha sucedido, o la mujer que llama a las vecinas para
compartir la alegría de la joya o moneda que se le había extraviado y al final
la había encontrado. Compartían con los amigos, compartían con las vecinas sus alegrías,
lo que eran los pequeños detalles de la vida. Ojalá supiéramos hacerlo para
alegrarnos con las alegrías de los demás, para sentir como nuestras las cosas
aunque nos parezcan insignificantes que les suceden a los otros.
Jesús utiliza esa experiencia humana
para trascender a algo más grande que es la búsqueda de Dios que viene a
nuestro encuentro cuando andamos perdidos y que nos quiere hacer participar de
la alegría de su corazón. El gozo de Dios que es la expresión de su amor por
nosotros y que buscará siempre que andemos por caminos de bien. Ese gozo de
Dios que hemos de ir viviendo y experimentando también en todo lo que por
nuestra parte sea un participar en el gozo de los que están a nuestro lado y en
esos buenos deseos que siempre nos hemos de tener los unos a los otros.
Menos perdidos andaríamos por los
caminos de la vida si supiéramos vivir esa cercanía con el hermano, con el que
camina a nuestro lado, esa preocupación por sentir también como algo nuestro lo
que le sucede al otro, ese por nuestra parte compartir también con el otro lo
que son nuestras preocupaciones y nuestras alegrías; no andaríamos aislado como
tantas veces nos sucede y cuando andamos aislados fácilmente podemos caer por
muchas barranqueras de la vida y ya nos costará salir, arrancarnos de esas
situaciones que nos hunden. Si viviéramos en esa cercanía de los uno con lo
otros siempre vamos a encontrar esa mano amiga cuando caemos o siempre podemos
ofrecer nuestra mano amiga cuando nos encontramos con algún caído en el camino
de la vida.
Y esas actitudes son las alegrías del
cielo. Ojalá supiéramos vivir esas actitudes bonitas de amistad y de cercanía
con los que están a nuestro lado, que tantas veces olvidamos.
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