La gratuidad de nuestro amor es amar con un amor como el de Dios que nos amó primero, con una generosidad sin límites y sin esperar recompensa
Romanos 11,29-36; Sal 68; Lucas 14,12-14
Como solemos decir con demasiada facilidad y frecuencia yo soy amigo
de mis amigos. Así lo ponemos en los perfiles de las redes sociales como
queriendo decir que somos buenas personas y con sobre todo con los amigos somos
buenos. Ya digo que lo decimos con demasiada facilidad y lo vemos con tan
natural; entra, es cierto, en una cierta lógica porque con quien nos
relacionamos con más frecuencia es con los amigos y de hacer el bien, de prestar un favor o un
servicio parecería de lo más lógico que los primeros son nuestros amigos.
¿A quien invitamos cuando vamos a celebrar una fiesta, hacer una
comida especial, en nuestro cumpleaños o en la boda de nuestros hijos? A
nuestros amigos, a los que conocemos más, con los que más nos relacionamos,
aquellos que mantienen con nosotros unos vínculos más especiales, una cercanía,
unos favores prestados y recibidos generosamente, una relación familiar. Entra
dentro de nuestras lógica humanas, y no podemos decir que sea mal.
Pero Jesús quiere que tengamos una mirada más amplia, que haya otra
generosidad en nuestro corazón, una visión distinta de lo que han de ser
nuestras relaciones. Una perspectiva nueva, un enfoque distinto y una mirada
distinta.
Lo había invitado un fariseo a comer. Nos pudiera parecer extraño con
las fuertes diatribas que solía tener con ellos, pero Jesús no deja de mezclarse
con todos, como nos diría en otro momento es el medico no para los sanos sino
para los enfermos. No es la primera situación en este sentido y conocido es que
algunos incluso venían de noche a escucharle, como aquel noble magistrado
Nicodemo. Jesús acepta, como un día también con Simón el fariseo, pero al final
tiene la oportunidad de dejar su mensaje.
‘Cuando des una comida o
una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a
los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado’, le dice. Han de ser otras las medidas,
otras las claves, otros los criterios; no es cuestión de irnos pagando unos a
otros lo bueno que hacen o que hacemos. Hay otra clave muy importante, hay otro
valor que El quiere destacar en el Reino de Dios, la gratuidad.
‘Cuando des un banquete,
invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden
pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos’ sentencia Jesús. No pueden pagarte, no
pueden corresponder, no importa. Como nos diría en otra ocasión ‘tu
recompensa será grande en el cielo’. Y esta actitud y este valor nos dejan
descolocados. Porque estamos acostumbrados que sean agradecidos con nosotros
correspondiendo en una medida semejante a lo que hayamos hecho. Pero vamos a invitar
a quien no nos puede corresponder. Y no vamos a decir mira que desagradecidos
que no corresponden, porque no lo hagamos por eso sino desde ese amor gratuito
y generoso que tiene que haber en nuestro corazón.
Agradecidos tenemos que
ser, es cierto, y siempre pero esto no se puede convertir en exigencia, casi
como condición previa, por nuestra parte ante el bien que queremos hacer. La
gratuidad nos descoloca, porque nos parece que todo hay que pagarlo, todo lo
hacemos desde un interés; pero eso significaría falta de generosidad y nos dejaría
cojo el amor. Porque tenemos que amar como Dios que El nos amó primero, sin que
ni siquiera nosotros los mereciéramos; tenemos que amar con generosidad sin
límites; y tenemos que amar sin esperar recompensa.
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