Tenemos
la ‘agenda’ tan recargada que nuestros oídos se hacen sordos a la invitación
para el encuentro y para disfrutar de lo que verdaderamente tiene importancia
Romanos 12, 5-16ª; Sal 130; Lucas 14, 15-24
Parece que siempre andamos con la
agenda recargada y a tope; no tenemos tiempo, decimos, y corremos de un lado
para otro y hasta cuando nos invitan para algo grato, decimos que andamos muy
liados y veremos a ver si podemos acercarnos aunque solo fuera un ratito. Luego
quizá llega ese momento y andamos desganados, quisiéramos hacerlo pero parece
que nos ahogamos en un vaso de agua.
Las carreras de la vida; los agobios
que incluso no nos dejar ser nosotros mismos y que hasta pueden llevarnos a que
una amistad se enfríe y se pierda, porque no le prestamos atención, porque no
le dimos tiempo, porque solo pensábamos en nosotros mismos, pero éramos capaces
ni de disfrutar de la amistad del amigo; por no disfrutar no disfrutábamos ni
de la vida ni de ser nosotros mismos, porque ni para nosotros nos dedicábamos tiempo.
¿Qué es lo que ocupaba tanto nuestra
atención? ¿Cuáles eran esas preocupaciones que no podíamos dejar? Pensándolo fríamente
después nos decíamos que podíamos haber ido, que hubiéramos pasado unos buenos
momentos, pero lo dejamos pasar y quizá fueran oportunidades únicas. No sabemos
bien a lo que dedicar el tiempo, porque nos hace falta pararnos un poco para
ver las cosas importantes y a lo que tendríamos que dedicar más tiempo, más
atención. Al final no terminamos de ser felices.
Y esto lo podemos y tenemos que ver en
muchos aspectos de la vida. Nos tendría que llevar a hermosas reflexiones que
nos hagan adentrarnos dentro de nosotros mismos y saber encontrar lo
primordial, lo que nos va a llenar de verdad por dentro, lo que nos hará
sentirnos también más felices. Y con nuestros gestos, nuestros detalles,
nuestra atención haremos también felices a los demás. Algunas veces nos lo
pensamos después de que ha pasado todo y hemos perdido la oportunidad.
Hoy el evangelio nos habla de un
banquete del que se les avisó a los invitados que ya estaba todo preparado y
vinieran a participar de aquella fiesta. Pero no tenían tiempo, estaban
ocupados en cosas que en aquel momento les parecían importantes, que sentían la
desgana de participar y se escudaron en mil disculpas para no asistir y al
final el que invitaba desistió de repetir la invitación y fueron otros los que
vinieron a participar de aquel banquete. Aquellos primeros invitados no se la
merecían porque había otras cosas con las que llenaban su corazón y a esta invitación
no le daban importancia.
Jesús nos propone la parábola para
hablarnos del Reino de Dios como de un banquete al que todos estamos invitados;
y ya sabemos la respuesta que tantas veces damos con nuestras disculpas,
nuestras faltas de tiempo, o nuestras preocupaciones por otras cosas. Podemos
pensar en esa amplitud de todo lo que es el Reino de Dios al que no siempre
damos respuesta, porque otras son nuestras metas, porque otras son las cosas
que nos llaman la atención y nos distraen, como podemos pensar ya de una forma
más concreta y directa en el banquete de la Eucaristía al que todos estamos
invitados.
Suena la campana de nuestra iglesia
tantas veces que tan acostumbrados estamos que ya no llama la atención y ni nos
damos cuenta de su voz. Estamos absortos en nuestras ‘cositas’ que ya no
tenemos tiempo ni para el encuentro con la comunidad ni para nuestro encuentro
con Dios. Cuántas disculpas nos damos en repetidas ocasiones. Y la llamada
resonará en el vacío porque no hay oídos que le presten atención. Y la sala del
banquete sigue vacía, o con alguna persona desperdigada por aquí o por allá
cada uno en su rincón y en su banco, echemos una mirada a nuestras iglesias a
la hora de la Eucaristía, pero miremos al mismo tiempo otras cosas que en la
calle de la vida suceden y comparemos donde realmente estamos, o a lo que
verdaderamente los que nos llamamos cristianos le damos importancia.
Mucho tendríamos que pensar también.
Nuestra agenda parece que anda también muy recargada.
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