Hemos de tener más hambre de Dios, de querer conocer más y
más a Dios, creciendo en el conocimiento de Jesús que nos lleve a la madurez de
nuestra vida cristiana
Hechos 13, 44-52; Sal 97; Juan 14, 7-14
No nos contentamos con saber las cosas
de oídas, o tener un conocimiento elemental o superficial de aquello que nos
dicen. Es por un lado la curiosidad innata que hay en toda persona, sobre todo
cuando se conserva un espíritu joven, en que todo lo queremos saber, pero es
además desde el razonamiento que toda persona realiza y desde su propia
madurez, no nos contentamos con algo superficial sino que queremos profundizar
más y más el conocimiento que vayamos adquiriendo. No nos quedamos en una
intuición sino que queremos un conocimiento mas profundo. Es la madurez con que
queremos vivir todas las cosas y todo conocimiento.
Esto que decimos en referencia a
cualquier conocimiento humano y también a las relaciones que tenemos las
personas unas con otras en que no queremos quedarnos en la superficialidad, lo
llevamos también a aspectos mas fundamentales de nuestra existencia, desde la razón
y el sentido de nuestro vivir, desde la apertura trascendente que hacemos de
nuestra vida, y en el ámbito espiritual a todo aquello que nos lleve a un mayor
conocimiento de Dios.
Y es que cuando hablamos del misterio
de Dios en él queremos ahondar no quedándonos en una mera intuición que desde
ese sentido espiritual de nuestra existencia podamos tener, sino que queremos conocer
más y más a Dios. Pero ¿cómo adentrarnos en ese misterio? ¿Cómo llegar a ese
conocimiento más auténtico y genuino de Dios? Por nosotros mismos nos parece
imposible, sino fuera la revelación que Dios hace de sí mismo. ¿Dónde encontrar
el centro de esa revelación de Dios? Tenemos que decir que en Jesús. Miremos a
Jesús, conozcamos a Jesús que se nos hace cercanía de Dios, y conoceremos a
Dios. Sigamos las huellas de Jesús y estaremos caminando al encuentro más
profundo que tengamos de Dios.
‘Muéstranos al Padre y nos basta’, le pedían los discípulos a Jesús. ‘Quien me ha
visto a mí, ha visto al Padre’, responde Jesús. Decimos de Jesús – El mismo
se ha definido así – que es la Verdad; es la Sabiduría de Dios. Decimos de
Jesús que es la Luz y El nos dice que quien le sigue no camina en tinieblas, y
se nos convierte así en la revelación de Dios. Contemplamos a Jesús en su amor
eterno por nosotros, que se manifiesta en sus signos pero también en su cercanía,
que se manifiesta en la acogida que hace de todos incluso de los pecadores, que
se hace misericordia para todos y estaremos descubriendo el amor eterno de
Dios, que tanto nos ama que nos entrega a su Hijo único hasta la muerte por
nosotros. Los rasgos de Jesús, las
actitudes de Jesús, las reacciones de Jesús… son los de Dios. Dios es como
Jesús. Jesús, que es el Hijo de Dios, es el rostro auténtico de Dios.
Antes
decíamos que en la vida no nos queremos
quedar en superficialidades sino que todo conocimiento queremos crecer más y
más. Sin embargo hemos de reconocer que eso no lo hacemos siempre en lo que
atañe a Dios, a nuestra relación con El, al conocimiento que de El tengamos y a
todo lo que atañe a nuestra vida cristiana. Tendríamos que tener más hambre de
Dios, de querer conocer más y más a Dios, y para ello crecer en el conocimiento
de Jesús que nos lleve a esa madurez de nuestra vida cristiana. Leamos más el
evangelio y escuchémoslo en nuestro corazón. Creceremos así en el conocimiento
de Jesús y en el conocimiento de Dios.
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