Quitemos
las colgaduras oscuras de tristeza porque tiene que resplandecer siempre la
alegría de sentirnos amados para comenzar a amar nosotros también
Hechos 1, 15-17. 20-26; Sal 112; Juan 15,
9-17
Amor y amistad, elección y alegría,
revelación de Dios y cumplimiento de los mandamientos son ideas, pensamientos
que se entremezclan en el texto del evangelio que acabamos de escuchar. Forma
parte de aquel diálogo intenso de Jesús con sus discípulos en la despedida de
la última cena. Como a borbotones van saliendo las cosas del corazón de Cristo
y aunque parezca que se entremezclan las ideas y los pensamientos, es que Jesús
va derramando cuanto desborda de su corazón lleno de amor por sus discípulos en
aquellas horas en que era inminente la entrega para el comienzo de la pascua de
Cristo.
Hay momento en la vida en los que
llenos de emoción por los acontecimientos que vivimos y sobrepasados por la
inmensidad de sentimientos que brotan de nuestro corazón parece que balbucimos
las cosas pero es que estamos dejando que broten de nosotros como un torrente
toda aquello que en nuestro amor queremos expresar. Nos puede surgir a nosotros
ante la emoción de lo inesperado o también ante el nerviosismo de lo que se nos
viene encima que sabemos que es grande y que nos embarca en acontecimientos o
aventuras que sabemos que van a tener especial trascendencia para nosotros o
para aquellos a los que amamos.
Insiste Jesús una y otra vez en que
tenemos que amarnos y nos manifiesta
como el gran motivo el amor que nos tiene el Padre. Es que hay como una cadena
de amor que no podemos, no debemos romper. ‘Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en
mi amor’. Y nos lo dice
una y otra vez, nos lo repite. Y quiere que vivamos en alegría, una alegría que
no puede faltar en nuestra vida desde que sabemos que somos amados de Dios. Qué
gozo el sentirse amado.
Que
expresión nueva y bonita vamos a encontrar en aquel que sintiéndose quizá poca
cosa en la vida y que piensa que nadie le tiene en cuenta, un día descubre o
alguien le ayuda a que pueda descubrirlo que él es amado, que hay alguien
importante que quiere contar con El, que le ama y que de alguna manera le elige
para que emprenda una inmensa tarea. La alegría llenará su corazón y desbordará
en mil señales que le hacen como sentirse un hombre nuevo.
Pues a
nosotros nos dice que somos sus amigos, primero porque ha sido El quien nos ha
elegido en su amor y luego porque también nos revela los grandes misterios de
Dios allá en lo más profundo de nuestro corazón. Y nos pide entonces que
correspondamos a esa amistad que nos regala, y no lo podemos hacer sino
haciendo lo que es la voluntad de Dios. ‘Os he hablado de esto para que mi
alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud’, nos dice.
Y continúa
diciéndonos: ‘Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace
su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os
lo he dado a conocer’. Y nos manifiesta cómo El nos ha elegido; y ser
elegido es por así decirlo que El ha pensado en nosotros con su amor. No
elegimos a quien no amamos, y amar es poner no solo en nuestro pensamiento sino
en nuestro corazón a aquel a quien amamos. ‘No sois vosotros los que me
habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y
deis fruto, y vuestro fruto dure’.
¿No
tenemos motivos más que suficientes para vivir siempre con una alegría grande
en nuestro corazón? Y la alegría no la podemos encerrar, la alegría se
desborda, se trasmite, se contagia. ¡Qué triste cuando vemos cristianos que van
por la vida siempre con el ceño fruncido! Quitemos de nuestros rostros esas
señales de tristeza y amargura que parece que siempre fuéramos por la vida con
dolor de estómago. Quitemos esas colgaduras oscuras de la tristeza porque
siempre tendría que resplandecer la alegría de sentirnos amados de Dios. Y
cuando así nos sentimos amados necesariamente tendremos que ponernos a amar con
el mismo amor
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