Al momento de la despedida y manifestación de lo que es su última
voluntad nos deja el testigo de la misión y el distintivo del amor que como
onda expansiva transformará nuestro mundo
Hechos 14, 20b-26; Sal 144; Apocalipsis 21, 1-5ª; Juan 13, 31-33a.
34-35
Imaginemos que en una inmensa
superficie de agua cristalina y en total quietud en un momento determinado vemos
caer una gota, solamente una gota, y veremos cómo inmediatamente surgen ondas
expansivas en aquella superficie que se van extendiendo paulatinamente sobre
ella, podríamos decir que casi hasta el infinito. Es la imagen también con la
que reflejamos ese punto de luz que surge en medio de la oscuridad pero que va
igualmente expandiéndose y llenando todo de luz, y la misma imagen utilizamos
para el sonido. Son incluso los signos gráficos con que lo significamos.
Es la imagen que nos puede reflejar
igualmente lo que significó la presencia de Dios hecho hombre en Jesús en medio
de la humanidad y toda la creación que como esa gota expansiva, como ese punto
de luz que extiende sus rayos en su entorno así ilumina y transforma nuestra
vida y nuestro mundo. ¿Cuál es la fuerza de la honda que se expande y quiere
abarcar a toda la humanidad? En una palabra lo podemos decir, el amor. Es la
fuerza expansiva del amor que nos arranca de la quietud para ponernos en
movimiento a una nueva vida, a un nuevo sentido de vivir, a un mundo nuevo que
hemos de crear.
Es lo que Jesús nos ha dejado como
testamento y como mandato, que nos amemos. El testamento, manifestación de la última
voluntad que se nos quiere dejar como consigna cuando llega el momento de la
partida. Hoy plasmamos – que así ha sido también a lo largo de la historia –
esa última voluntad, ese testamento en un documento con todas las garantías de
la legalidad para designar a quien dejamos aquello que poseemos o de qué manera
se ha de repartir en quienes sean nuestros legítimos herederos.
Pero esa última voluntad es mucho más
que un documento debidamente legalizado, porque quienes amamos a quien nos va a
dejar queremos acompañarle en esos últimos momentos para bebernos sus palabras,
sus gestos, los signos y señales de su amor y eso algo mucho más profundo que
unos bienes materiales que es decirnos lo que quiere que sea nuestra vida y lo
mejor que de esa persona podemos recordar, podemos heredar, que llevaremos para
siempre en el corazón.
Me estoy haciendo esta explicación y reflexión
escuchando en el corazón lo que hoy el evangelio nos ha ofrecido. Son los últimos
momentos de Jesús con sus discípulos, aquellos a los que El ha querido llamar
amigos porque a ellos ha querido manifestarles todo lo que es el misterio de
Dios, lo que es el Reino de Dios que hemos de construir.
La cena pascual ha ido discurriendo con
todos aquellos signos y señales que nos ha ido dejando con el lavatorio de los
pies o con la institución de la Eucaristía. Ha llegado el momento de la glorificación
y de la entrega, y así lo manifiesta tras la salida del que lo iba a entregar.
Es el momento de las últimas confidencias, es el momento en que desde el
corazón nos está pidiendo aquello en lo que ha de resplandecer nuestra vida y
en lo que ha de notarse para siempre que hemos creído en El y que le hemos
seguido. Es cuando nos deja el mandamiento del amor.
No nos viene a decir nada nuevo, porque
ese ha sido el tenor de su vida, aquello en lo que El nos ha dejado ejemplo y
que continuamente nos ha venido enseñando. Nos ha hablado continuamente de
entrega y de servicio, nos ha hablado de comprensión y de perdón cuando nos ha
señalado en el evangelio tantas veces que seamos misericordiosos y compasivos
como nuestro Padre es misericordioso y compasivo, nos ha hablado de hacernos
servidos y esclavos los unos de los otros en el amor, nos ha ido señalando como
tenemos que ser humildes y cercanos los unos de los otros mostrándolo El en su
propia vida.
Ahora nos dice sencillamente: ‘Hijos míos, me queda poco de estar con
vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he
amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os
amáis unos a otros’.
Es el
momento de la despedida y esta es la manifestación de lo que es su última
voluntad para nosotros. En nuestras manos deja el testigo, porque a nosotros
los confiará la misión de ir por el mundo llevando esa Buena Nueva, ese
Evangelio de salvación. Vamos a comunicar al mundo que Dios es amor, que Dios
es nuestro Padre, que nos regala su amor y nos ofrece su salvación, y que en
consecuencia hemos de comenzar a construir un mundo nuevo, a vivir una vida
nueva.
Pero no
son solo palabras las que hemos de transmitir. Hemos de transmitir lo que
nosotros vivimos, hemos de manifestar en nosotros aquello que nos ha de
distinguir como seguidores de Jesús y a quienes nos ha confiado el testigo. Y
eso tenemos que manifestarlo en nuestra forma de vivir, en la forma como
nosotros nos amamos.
Ese amor
que vivimos es esa gota que ha de caer en nuestro mundo y que se ha de expandir
a todos los hombres y lugares creando esas ondas expansivas del amor. Es la
fuerza expansiva del amor, es la fuerza de la vida nueva en el amor con el que
tenemos que contagiar a cuantos nos rodean, y con la que tenemos que
transformar nuestro mundo.
Muchas
preguntas podrán surgirnos en nuestro interior. Si esa es la fuerza que
llevamos en nosotros, ¿por qué el mundo no se ha transformado desde ese amor?
¿Será acaso que no está resplandeciendo ese distintivo en nosotros, no se nos distingue
a los que nos llamamos cristianos precisamente por el amor? Mucho tiene que
hacernos pensar.
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