Somos
testigos que no podemos callar ni disimular tras otras preocupaciones la fe en
Cristo resucitado que da sentido y valor a cuanto vivimos y hacemos
Hechos 4, 13-21; Sal 117; Marcos 16,
9-15
Estamos llegando ya al final de la
semana de la octava de la Pascua y hemos de seguirla viviendo con la misma
intensidad y con la misma alegría. Es aún la octava que culminará mañana y no
podemos perder el gozo de la resurrección y de la pascua, aunque esto tiene que
ser algo que vivamos todos los días de nuestra vida.
Somos los hombres y las mujeres de la
Pascua, porque en el misterio pascual de Cristo hemos renacido, ya que esto es
lo que hemos vivido desde nuestro Bautismo. Es una participación en el misterio
de la muerte y de la resurrección del Señor. Eso ha de marcar el estilo y el
sentido de nuestra vida, aunque muchas veces parece que lo olvidamos, nos
dejamos influir por otras cosas y olvidamos lo que verdaderamente da sentido a
nuestra vida.
Nos preocupamos de tantas cosas en la
vida. Es cierto que tenemos que vivir la vida con responsabilidad y nos hemos
de tomar en serio nuestras responsabilidades personales y también nuestras
responsabilidades sociales; no podemos desentendernos del mundo en que vivimos,
pero no nos podemos dejar comer por ese mundo.
Pero hay algo que marca el rumbo y el
sentido de nuestra vida. Es nuestra fe en Cristo resucitado, porque en El
encontramos vida, encontramos fuerza para esa vida, encontramos el modelo de
nuestro amor, encontramos el sentido de nuestra responsabilidad. Y parece en
ocasiones que lo olvidamos, no hacemos mención a Cristo y el sentido que Cristo
da nuestra existencia y el mundo, como si nuestra vida y nuestro mundo se
construyera solo por si mismo. Parece en algún momento que tenemos miedo de
mencionar el nombre de Jesús y de su evangelio porque quizás a los que nos
rodean no les dice nada o les molesta y queremos acomodarnos.
Quien cree de verdad en Cristo no tiene
que acomodarse para caer bien a los demás. Defendemos el valor de cada persona
y con todos queremos entrar en diálogo para colaborar entre todos en esa mejora
de nuestro mundo, pero no podemos perder de vista lo que da sentido a lo que
hacemos y por qué lo hacemos. No nos podemos camuflar sino que con valentía
tenemos que manifestarnos. Y parece que algo de eso está pasando, y cuidado no
nos pase también en el seno de la Iglesia.
En este sábado antes del final de la
octava de la Pascua la liturgia nos ofrece el texto de Marcos que nos habla de
la resurrección de Jesús. Así como su evangelio es breve, pocos son los versículos
que dedica el evangelista al hecho de la resurrección. En el texto que nos
ofrece hace como un resumen de todos aquellos acontecimientos de aquellos días.
Pero hay algo importante que hemos de destacar.
Ya había ido apareciendo en los relatos
de los otros evangelistas, porque cada vez que había un encuentro con Cristo
resucitado se sentían enviados a anunciarlo a los demás. Corrieron las mujeres
desde el sepulcro vacío al encuentro con los apóstoles para anunciarles que
luego Jesús les había salido al encuentro a la salida del huerto del sepulcro,
y corren .los discípulos de Emaús de vuelta a Jerusalén para contar cuanto les
había sucedido en el camino y como lo habían reconocido al partir el pan.
Ahora escuchamos el mandato de Jesús de
ir por el mundo como testigos haciendo ese anuncio para que todo el que cree
alcance la salvación. Lo resaltamos en referencia a lo que veníamos
reflexionando. No podemos callar, no podemos ocultar ni disimular lo que es
nuestra fe y el sentido de nuestro vivir. Valientemente tenemos que hacer el
anuncio. No nos podemos cansar de hablar de Jesús y de su evangelio como
sentido de salvación para nuestras vidas. Cuidado con confundirnos y con
confundir a los que nos rodean porque no hablemos claramente de Jesús.
Somos testigos que no podemos callar.
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