Despertemos también nuestro amor para que nuestros ojos y nuestros oídos se abran de nuevo y seamos capaces de reconocer la luz de Cristo resucitado
Hechos 2,36-41; Sal 32;
Juan 20,11-18
‘Fuera del sepulcro lloraba María…’ ¿Por qué llora María? ¿Qué
es lo que busca María?
Es lo que le preguntan y nosotros también quizás se lo preguntamos,
pero también tenemos que preguntárnoslo a nosotros mismos. Andamos tantas veces
en la vida con nuestros llantos. Alguien apareció por allí y tanto era su
desconsuelo y tantas eran sus lágrimas que no se da cuenta ni de quién se
acerca a ella. Piensa que es el encargado del huerto. ¿Dónde lo has puesto? ¿A
dónde lo has llevado? ¿Por qué lo has sacado de este sepulcro donde con tanto
mimo lo colocamos en la tarde del viernes en nuestros apuros y no lo embalsamos
convenientemente por las prisas?
Allí habían llegado aquella mañana, muy temprano, aquel grupo de
buenas mujeres con más buena voluntad que fuerzas. No habían caído en la cuenta
que necesitaban alguien fuerte que corriera la piedra de la entrada del
sepulcro. Pero la piedra estaba corrida y dentro no estaba el cuerpo de Jesús.
Aunque los ángeles les habían dicho que no buscaran entre los muertos al que
vive, unas habían corrido a llevar la noticia a los discípulos aun encerrados
en el cenáculo, pero ella se había quedado allí llorando esperando encontrar
quien le diera razones, quien le dijera donde estaba el cuerpo de Jesús. No
entendía lo que pasaba.
Tantas veces nos ofuscamos en lo negro, nos quedamos en lo negativo, nos
agobiamos con los problemas, se nos viene el mundo encima cuando no salen las
cosas como nosotros queríamos, y no somos capaces de ver ni el más mínimo
resquicio de luz. Todo nos parecerá oscuro siempre. Parece que nosotros también
nos enterramos en la muerte. Todo se nos vuelve oscuro y negativo. Cuántas
depresiones nos absorben el sentido cuando los problemas se nos acumulan.
Y si caminamos en negativo, en sombras, todo se nos volverá más
negativo y parece que las sombras se crecen. Terminamos muriendo del todo. Son
los problemas de la vida, son las inquietudes y dudas que nos meten por dentro
en el camino de nuestra fe, es la mirada con que miramos al mundo y sus
problemas, es lo incomprensibles que se nos pueden volver muchas veces las
cosas y los problemas que descubrimos también en nuestra comunidad cristiana,
en la Iglesia. Y con nuestras dudas sentimos la tentación de dejarlo todo, de
abandonar los caminos que hemos querido emprender, dejar de lado los
compromisos que en un momento habíamos adquirido con buena voluntad, pero que
solo la buena voluntad no basta, porque es necesario algo más.
Se nos adormece a veces nuestra fe; ya no sabemos ver ni escuchar
aquello que un día nos dio vida, porque ahora todo nos parece muerte. Amamos y
queremos seguir amando, pero parece que el mundo desaparece bajo nuestros pies
y no sabemos en que apoyarnos, encontrar aquello que de verdad nos sostiene y
que fue verdadera luz de nuestra vida un día. El peso de la cruz de nuestros
problemas y oscuridades parece que cae como una losa sobre nosotros.
¿Sería algo así lo que le estaba pasando a María Magdalena? Ella había
sido una mujer pecadora y un día se había encontrado con la luz. Sintió lo que
era el verdadero amor y lo encontró a Jesús. Ahora no vivía sino para amar y
para servir. Por eso iba siempre formando parte de aquel cortejo de los que
seguían a Jesús. Tanto era su amor y sus deseos de no separarse de El que fue
los pocos que lo siguieron hasta el calvario. Allí a los pies de la cruz nos
cuentan los evangelistas que con otras mujeres y con Maria, la Madre de Jesús,
estaba la Magdalena.
Creía a Jesús, creía en sus palabras, lo amaba profundamente, pero
como nos sucede tanta veces la muerte nos descoloca, nos hace perder el tino,
el sentido de la vida, todos se nos derrumba. Era lo que estaba viviendo. En su
amor con las otras mujeres pasado el sábado a primera hora del primer día de la
semana había venido hasta el sepulcro. Buscaban cómo embalsamar el cuerpo
muerto de Jesús, pero allí no estaba. Más grande fue su desorientación y
desconcierto. Allí quedó a la puerta de la tumba llorando y buscando el cuerpo
de Jesús. Y Jesús estaba ante ella y ella no lo reconoció. Por eso el diálogo
con quien creía que era el hortelano.
Bastó sin embargo la voz de Jesús que la llamaba por su nombre, para
que se le abrieran los ojos. ‘¡Rabonni, Maestro!’, fue su grito y su
despertar. Reconoció la voz del Jesús. Era el amor que se despertaba.
Despertemos también nuestro amor para que nuestros ojos y nuestros oídos se
abran de nuevo y seamos capaces de reconocer la luz, de reconocer a Jesús que
por muchas que sean las negruras El está ahí a nuestro lado. Es el Señor que
vive y que nos da vida.
No busquemos entre los muertos al que vive. Sepamos ver a Jesús vivo
que viene a nuestro encuentro para llenarnos de vida, para disipar sombras,
para abrirnos el corazón, para hacernos sentir la fuerza de su Espíritu.
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