Una mirada de Cristo resucitado que
despierta en nosotros la sensibilidad del amor y nos impulsa a caminos llenos
de luz y de esperanza
Hechos 3, 12-15. 17-19; Sal. 4; 1Juan 2, 1-5ª; Lucas 24,
35-48
Una mirada puede llenar de luz nuestra vida y hacernos sentir como
nuevos levantando ilusiones y esperanzas con deseos de un nuevo vivir. Cuánto
lo necesitamos en tantas ocasiones. Algunas veces parece que vamos como arrastrándonos
por la vida y tenemos la sensación de querer encerrarnos porque muchos temores
pueden atenazar nuestro espíritu.
Quizá una decepción o un fracaso, que las cosas no hubieran salido
como nosotros queríamos, el desplante que alguien nos haya podido hacer con un
comentario, un silencio que nos ignora, o simplemente porque no nos prestaron
atención, puede hacer que nos sintamos como hundidos. Pero llega esa mirada
llena de luz y nuestro espíritu revive y volvemos a tener luz en nuestro
interior y nos hace ver las cosas con una nueva ilusión y esperanza.
Nos viene bien quizá pensar esto por lo que nosotros podamos estar
pasando en ocasiones por diferentes motivos, pero también para que pensemos
como hemos de mirar a los demás, porque nuestra mirada que presta atención a
alguien puede levantarle su espíritu porque descubra que alguien se interesa
por el, porque así se siente importante para alguien. Eso nos hace caminar con ilusión,
con renovado brío, con muchos deseos de muchas cosas buenas. Cuantos pueden ir
andando por la vida con esas sensaciones negativas y a los que podemos
llenarlos de luz con nuestra mirada e interés.
‘Haz
brillar sobre nosotros el resplandor de tu rostro’, pedimos hoy con el salmo en la
celebración de la Eucaristía en medio de la proclamación de la Palabra. ¿Qué
fue sino eso lo que les sucedió a los discípulos encerrados en el cenáculo tras
la muerte de Jesús cuando se les manifestó resucitado?
Seguro que
Pedro y los otros dos apóstoles que estuvieron con él recordarían la
experiencia del Tabor. Allí habían contemplado, como en un anticipo, el rostro
resplandeciente de Jesús lleno de la gloria de Dios. Ahora podrían comprender
que era verdad todo lo que les había anunciado Jesús y comprenderían mejor el
sentido de cuanto había pasado. Aunque con temores y ciertas desconfianzas muy
humanas al principio, nos comenta el evangelista que se llenaron de inmensa alegría.
‘Entonces, dice el evangelista, les abrió el
entendimiento para comprender las Escrituras’. Fue la experiencia de la
presencia de Jesús resucitado lo que les renovó totalmente sus vidas.
Podríamos quizá pensar que eso fue la experiencia que
vivieron entonces los apóstoles en aquel momento concreto con la presencia de
Cristo resucitado entre ellos, pero para nosotros ha pasado el tiempo y no estábamos
allí y entonces esa experiencia no la podemos nosotros tener. Pero tenemos que
confesar que nosotros sí la podemos tener.
Aquellos discípulos porque creyeron incluso en medio de un
mar de dudas pudieron vivir y sentir esa presencia de Jesús. Nosotros hoy también
por la fe podemos vivir y sentir esa misma experiencia de Jesús. Es la
tradición de la fe que nosotros hemos recibido de otros testigos, pero en esa
fe allá en el interior de nosotros mismos podemos tener la misma experiencia,
vivir la misma presencia, sentir el mismo ardor en nuestro corazón al
escucharle como nos explica a nosotros también las Escrituras, como escuchamos
su Palabra, cómo podemos alimentarnos de la misma manera de su vida. Así
podremos ser también testigos que trasmitamos con convicción nuestra fe a los
demás.
¿Qué necesitamos? Sentir cómo su rostro se ilumina sobre
nosotros. Hacer tan viva la celebración de nuestra fe que podamos sentir esa
mirada de Cristo sobre nosotros, sobre nuestra vida. Decimos, ya quizá como una
rutina que repetimos muchas veces, que Dios nos ama. Pero no basta con que lo
digamos; intentemos saborearlo, saborear en nuestro corazón ese amor que Dios
nos tiene, que pone su mirada en nosotros, que cuenta con nosotros aunque quizá
por nuestra vida pecadora no lo merezcamos, pero aun así Dios nos ama.
Pensemos,
por ejemplo, cuantas veces en nuestra vida nos ha regalado su perdón a pesar de
tantas infidelidades nuestras. Pensemos como Dios va poniendo a nuestro lado
tantos testigos y tantas señales que nos están hablando de su amor en esas
personas que se interesan por nosotros, en ese gesto amable que hemos recibido
de alguien con una sonrisa cuando quizá no lo esperábamos, en esa palabra que
nos hace pensar, ese momento de especial sensibilidad que nos hizo mirarnos en
nuestro interior, en ese amigo que nos ha tendido su mano. Es la mirada de Jesús
sobre nuestra vida que tiene que llenarnos de luz.
Igual
podemos descubrir esa mirada de Cristo resucitado en esa persona que está
sufriendo a nuestro lado, en quien nos tiene la mano pidiendo una ayuda, en ese
caído por el que nadie se interesa y que sigue desplazado en los caminos de la
vida, en esos que viven la dura soledad abandonados de sus seres queridos y
abandonados también de una sociedad que no quiere enterarse de esas soledades,
en esos heridos de la guerra injusta que hace sufrir a tantos y que no es cosa
de otros tiempos sino de hoy mismo en tantos lugares del mundo… nos están
mostrando las llagas del Jesús crucificado, pero al mismo tiempo por esas
llamas están saliendo los resplandores de la luz de Cristo resucitado cuando
nos dejamos mirar, o cuando nosotros miramos con atención intentando poner mas
amor en la vida, en la nuestra pero también en la de esos que se sienten así
heridos y abandonados. ¿No nos interroga por dentro esa mirada de Jesús?
Después de
sentirnos así mirados por Jesús nuestra vida no puede seguir igual, no podemos
permanecer impávidos con los brazos cruzados, nuestra sensibilidad del amor
tiene que despertarse, una nueva ilusión y esperanza renace en nuestra vida y
queremos llevar también a nuestro mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario