Nos cegamos y no reconocemos el paso salvador de Dios por nuestra vida que se manifiesta en tantos signos de su presencia que va dejando junto a nosotros
Apocalipsis 5,1-10; Sal 149; Lucas 19,41-44
Cuando tenemos el presentimiento de que algo va a suceder, o podemos
prever de una forma cierta algún acontecimiento que quizá no nos sea muy grato,
nos llenamos de incertidumbre, en cierto modo las angustias se pueden apoderar
de nosotros o lloramos de impotencia al ver que quizá no hemos conseguido
aquello por lo que habíamos luchado. Son momentos en cierto modo difíciles, que
nos llenan de tristeza, y que tenemos también la tentación del desaliento en
medio de nuestras luchas y esfuerzos quizá por conseguir algo mejor no solo
para nosotros sino también para los demás.
¿Cómo se sentía Jesús al contemplar la ciudad de Jerusalén a la que
llegaba una vez más y contemplaba hermosa ante si desde el bacón del monte de
los Olivos? Hemos venido siguiendo el camino de Jesús en su subida a Jerusalén.
Una subida que El sabía bien que iba a tener un especial significado; había ido
anunciando a sus discípulos todo lo que iba a suceder en cumplimiento de las
Escrituras y que se iba a convertir en una pascua muy especial no solo para El
sino para toda la humanidad.
Hoy le contemplamos llorando enfrente de la ciudad que contempla desde
el monte de los Olivos. Allí está como conmemoración un pequeño templo con un
ventanal muy hermoso sobre la ciudad y que se llama así precisamente, ‘Dominus
flevit’, donde Jesús lloró. Era el presentimiento de la pascua cercana que
iba a ser un verdadero paso de Dios en medio de la historia de la humanidad
porque era en verdad un paso salvador. No era solo la tentación de la
incertidumbre o del desaliento lo que Jesús podría sentir en aquellos momentos.
Eran mucho más las lágrimas de Jesús sobre la ciudad santa de Jerusalén.
Allí contemplando la ciudad Jesús recuerda cuantas veces ha recorrido
sus calles, cuantas veces ha predicado y enseñado en la explanada del templo,
cuantas veces se había ido derramando la gracia misericordiosa de Dios sobre
ellos con los signos que realizaba, curando enfermos, haciendo caminar a los inválidos
o dando la vista a los ciegos. Pero aquella ciudad permanecía en su ceguera,
las sombras del rechazo, de la duda, de la indiferencia, de la cobardía seguían
entenebreciendo sus vidas. Y Jesús entraría en la ciudad santa para celebrar su
Pascua, porque sobre ella y sobre todos los hombres derramaría su sangre
salvadora.
Y Jesús llora porque no han sabido ver el paso de Dios en medio de
ellos, no han querido escuchar su Palabra y no se han hecho merecedores de la
gracia que Dios tan generosamente derramaba sobre ellos. ‘¡Si al menos tú
comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a
tus ojos… no reconociste el momento de mi venida…’ Jesús está previendo
también la destrucción y la desolación que una vez más arrasará la ciudad
santa. Algo bien doloroso para todo judío sería el ver destruida su ciudad.
Pero es otra la destrucción que Jesús está viendo en el corazón de aquel
pueblo, de aquellas gentes.
Y de nosotros ¿qué podrá decir el
Señor? ¿Habremos reconocido el momento de gracia que continuamente nos regala?
También nosotros tenemos el peligro de cegarnos y no saber reconocer la
presencia del Señor, no saber escuchar esa Palabra que directamente nos dice al
corazón a través de tantos medios. No nos podemos quedar en lamentarnos por
aquella ciudad que no supo reconocer la presencia de Dios en medio de ellos,
sino que tenemos que mirarnos a nosotros. Cuantas señales va dejando el Señor
de su paso por nuestra vida, cuantas llamadas nos va haciendo continuamente que
no siempre sabemos reconocer y no siempre es buena nuestra respuesta.
Es una llamada nueva que hoy nos
hace el Señor. Es una invitación a descubrir la gracia del Señor. Es un toque
de atención que hoy nos hace para que seamos capaces de reconocer ese paso
salvador de Dios por nuestra vida.
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