Los gritos de los que sufren a nuestro lado pueden herirnos los oídos, pero tenemos que escucharlos con buena disposición para mirar, escuchar, tender la mano, ayudar a caminar
Apocalipsis
1,1-4; 2, 1-5ª; Sal 1; Lucas 18,35-43
Rodeado de gente, de los discípulos que lo seguían a todas partes pero
también de aquellos que salen a su encuentro, Jesús va llegando a Jericó. Pocos
se dan cuenta quizá, entusiasmados por seguir o querer escuchar a Jesús, de que
allí, al borde del camino, hay un ciego pidiendo limosna.
Era algo habitual encontrárselos en los caminos queriendo mover a
compasión a los caminantes que se acercan a la ciudad; la ceguera algo muy
corriente en aquellos lugares muy luminosos en el valle del Jordán conducía
inevitablemente a la pobreza al impedirles realizar algún trabajo. La gente que
iba a lo suyo al final pasa a su lado sin casi percibir su existencia.
Nos pasa tantas veces; vamos a lo nuestro, ensimismados en nuestras
cosas, en nuestros pensamientos o en nuestras tareas, al calor quizá de
nuestras necesidades más o menos cubiertas, o simplemente atareados en
conseguir lo mejor para nosotros. Casi no nos damos cuenta, o no queremos
darnos cuenta de los que están al borde del camino de la vida. O mejor no
verlos para tener que sentir inquietudes dentro de nosotros que no nos dejarían
tranquilos. O nos acostumbramos a verlos que nos damos mil disculpas para no
hacer nada o incluso culpabilizarlos por la situación en la que viven. Pensemos
en cuantos juicios pasan por nuestra mente en este sentido tantas veces.
Pero Jesús nos está enseñando a caminar por los caminos de la vida,
caminando El junto a nosotros. Al oír el tumulto el ciego pregunta qué es lo
que pasa. El que pasa por el camino es Jesús el de Nazaret. Jesús pasando por
el camino, a nuestro lado y al lado de los que nada tienen, pero al lado
también de aquellos que quizá vivimos tan insensibilizados que no nos damos
cuenta o no queremos ver a los que están al borde del camino.
Se pone a gritar el ciego, pero quieren acallarlo. Les molesta. Pero él
grita más fuerte. ‘¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!’
Molestan esos gritos y queremos de mil maneras acallarlos. Pero a Jesús no les
molesta, es más, quiere hacérnoslos oír. Quiere que el ciego no esté al borde
del camino sino allí en medio de todos. Que todos los vean, que alguien se
mueva a compasión para al menos traerlo. Que sus gritos nos interroguen, nos
muevan a hacer algo; que comencemos al menos por mirarlos y tenderles una mano.
Pasamos tantas veces sin querer mirar. ¿Quiénes serán los ciegos?
Ya sabemos lo que Jesús hizo. Pero ¿qué es lo que nosotros vamos a
hacer? Es la gran pregunta que tenemos que hacernos. Es la decisión que hemos
de tomar. No nos vale decir que seguimos a Jesús de cerca si no tomamos sus
mismas actitudes y comportamientos, si no comenzamos a mojarnos, a
comprometernos, a tenderle la mano, a mirar de frente la realidad que nos
grita.
¿Seremos capaces de decir como le dijo Jesús a aquel ciego de Jericó ‘qué
quieres que haga por ti’? Pudiera ser que nos diera miedo hacer esa
pregunta porque ya sería un principio de compromiso. Preferimos muchas veces
prejuzgar, ir con nuestras ideas por delante, nuestras soluciones, pero no
sabemos realmente lo que los otros puedan necesitar. Por eso hacer esa pregunta
es comprometida, porque será olvidarnos quizá de las respuestas que llevábamos
preparadas para escuchar el planteamiento real que la situación, las personas
nos pueden hacer. Y eso nos puede suceder en muchas ocasiones de la vida, en
nuestras relaciones mutuas.
El ciego del borde del camino nos está interrogando. Los gritos de los
que sufren a nuestro lado pueden herirnos nuestros oídos, pero tenemos que
escucharlos. En nosotros debe haber una buena disposición para mirar, para
escuchar, para tender la mano, para ayudar a caminar.
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