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lunes, 14 de noviembre de 2016

Los gritos de los que sufren a nuestro lado pueden herirnos los oídos, pero tenemos que escucharlos con buena disposición para mirar, escuchar, tender la mano, ayudar a caminar

Los gritos de los que sufren a nuestro lado pueden herirnos los oídos, pero tenemos que escucharlos con buena disposición para mirar, escuchar, tender la mano, ayudar a caminar

 Apocalipsis 1,1-4; 2, 1-5ª; Sal 1; Lucas 18,35-43

Rodeado de gente, de los discípulos que lo seguían a todas partes pero también de aquellos que salen a su encuentro, Jesús va llegando a Jericó. Pocos se dan cuenta quizá, entusiasmados por seguir o querer escuchar a Jesús, de que allí, al borde del camino, hay un ciego pidiendo limosna.
Era algo habitual encontrárselos en los caminos queriendo mover a compasión a los caminantes que se acercan a la ciudad; la ceguera algo muy corriente en aquellos lugares muy luminosos en el valle del Jordán conducía inevitablemente a la pobreza al impedirles realizar algún trabajo. La gente que iba a lo suyo al final pasa a su lado sin casi percibir su existencia.
Nos pasa tantas veces; vamos a lo nuestro, ensimismados en nuestras cosas, en nuestros pensamientos o en nuestras tareas, al calor quizá de nuestras necesidades más o menos cubiertas, o simplemente atareados en conseguir lo mejor para nosotros. Casi no nos damos cuenta, o no queremos darnos cuenta de los que están al borde del camino de la vida. O mejor no verlos para tener que sentir inquietudes dentro de nosotros que no nos dejarían tranquilos. O nos acostumbramos a verlos que nos damos mil disculpas para no hacer nada o incluso culpabilizarlos por la situación en la que viven. Pensemos en cuantos juicios pasan por nuestra mente en este sentido tantas veces.
Pero Jesús nos está enseñando a caminar por los caminos de la vida, caminando El junto a nosotros. Al oír el tumulto el ciego pregunta qué es lo que pasa. El que pasa por el camino es Jesús el de Nazaret. Jesús pasando por el camino, a nuestro lado y al lado de los que nada tienen, pero al lado también de aquellos que quizá vivimos tan insensibilizados que no nos damos cuenta o no queremos ver a los que están al borde del camino.
Se pone a gritar el ciego, pero quieren acallarlo. Les molesta. Pero él grita más fuerte. ‘¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!’ Molestan esos gritos y queremos de mil maneras acallarlos. Pero a Jesús no les molesta, es más, quiere hacérnoslos oír. Quiere que el ciego no esté al borde del camino sino allí en medio de todos. Que todos los vean, que alguien se mueva a compasión para al menos traerlo. Que sus gritos nos interroguen, nos muevan a hacer algo; que comencemos al menos por mirarlos y tenderles una mano. Pasamos tantas veces sin querer mirar. ¿Quiénes serán los ciegos?
Ya sabemos lo que Jesús hizo. Pero ¿qué es lo que nosotros vamos a hacer? Es la gran pregunta que tenemos que hacernos. Es la decisión que hemos de tomar. No nos vale decir que seguimos a Jesús de cerca si no tomamos sus mismas actitudes y comportamientos, si no comenzamos a mojarnos, a comprometernos, a tenderle la mano, a mirar de frente la realidad que nos grita.
¿Seremos capaces de decir como le dijo Jesús a aquel ciego de Jericó ‘qué quieres que haga por ti’? Pudiera ser que nos diera miedo hacer esa pregunta porque ya sería un principio de compromiso. Preferimos muchas veces prejuzgar, ir con nuestras ideas por delante, nuestras soluciones, pero no sabemos realmente lo que los otros puedan necesitar. Por eso hacer esa pregunta es comprometida, porque será olvidarnos quizá de las respuestas que llevábamos preparadas para escuchar el planteamiento real que la situación, las personas nos pueden hacer. Y eso nos puede suceder en muchas ocasiones de la vida, en nuestras relaciones mutuas.
El ciego del borde del camino nos está interrogando. Los gritos de los que sufren a nuestro lado pueden herirnos nuestros oídos, pero tenemos que escucharlos. En nosotros debe haber una buena disposición para mirar, para escuchar, para tender la mano, para ayudar a caminar.

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