Purifiquemos nuestro corazón de aquellas cosas que nos impiden dar gloria a Dios y llenémoslo de mansedumbre, humildad, paz y amor
Apocalipsis 10,8-11; Sal 118; Lucas 19,45-48
Hay gestos que contemplamos o en los demás o nosotros mismos
realizamos que nos dicen más que muchas palabras. Por eso es importante que no
solo vayamos repitiendo buenas palabras o buenos consejos como cosas, por así
decirlo, aprendidas de memoria, sino que lo que vivimos lo traduzcamos a los
hechos de nuestra vida porque el testimonio de lo que hacemos y vivimos
convence más que muchos sermones les podamos predicar a los demás. Con esos
gestos expresamos lo que llevamos dentro, lo que verdaderamente sentimos en
nuestro corazón, reflejan lo que es el sentido que le damos a nuestra vida.
Por eso de los milagros Jesús decimos que son signos, y es incluso la
palabra que emplea uno de los evangelistas. Pero lo que va haciendo Jesús, su cercanía
con todos especialmente con los que sufren, los que son menospreciados y
discriminados, los que no eran tenidos en cuenta en aquella sociedad se
convierten en verdadero signo de lo que es el amor que Dios nos tiene.
Pero en algunos momentos Jesús tiene gestos y signos especiales, como
cuando no solo cura al leproso sino que extiende su mano y lo toca, saltándose
todas las reglas y normas prescritas para la relación con esos enfermos. Hoy en
el evangelio vemos uno de esos gestos o signos de Jesús, cuando expulsa a los
vendedores del templo.
Ya nos dice el evangelista que Jesús enseñaba todos los días en el
templo y que el pueblo entero estaba pendiente de sus labios. Cuando habla del
pueblo entero está hablándonos, es cierto, de toda clase de personas, pero en
especial de los humildes y sencillos que son los que más abiertos están a la
Palabra de Dios. Pero bien vemos que no todos los que andaban por el templo
escuchaban con la misma actitud a Jesús.
‘Los sumos sacerdotes, los escribas y los notables del pueblo
intentaban quitarlo de en medio’. Ya
sabemos como andaban al acecho, escuchando a Jesús pero para hacer sus
interpretaciones, para ver en qué podían cogerlo para acusarlo. La Palabra de Jesús
hería sus corazones llenos de orgullo y de soberbia, y cuando se tienen esas
actitudes no se puede escuchar bien.
Pero por otra parte estaban los
que andaban a lo suyo, a sus intereses, a sus negocios. Eran los cambistas por
una parte, porque las ofrendas al templo habría que hacerlo en el dinero que
aceptaba el templo y allá andaban ellos con sus intereses y sus ambiciones de
lucro. Pero estaban por todas partes los que hacían las ofertas de sus animales
para los sacrificios. Todo era un negocio, aquello era un mercado, lejos estaba
de ser lo que verdaderamente había de ser el templo, una casa de oración.
Y ahí contemplamos el gesto de Jesús
echando a los vendedores del templo y derribando las mesas de los cambistas. El
templo había de ser purificado para que fuera en verdad una casa de oración. No
gustará a muchos el gesto de Jesús, pero muchos se sentirán interpelados,
algunos descubrirán la necesidad de purificarse desde lo más hondo acogiéndose
a la misericordia del Señor para tener unas actitudes.
A nosotros también tiene que
interpelarnos. Somos nosotros ese verdadero templo de Dios, porque así hemos
sido consagrados desde nuestro bautismo. Pero muchas cosas hemos dejado ir
metiendo en nuestro corazón que lo mancha y que nos hace descubrir la necesidad
de una verdadera purificación. También se nos meten en nuestro interior
ambiciones materialistas que nos ciegan, orgullos que nos atenazan el corazón,
violencias interiores que nos hacen perder la paz. No siempre nuestro corazón
tiene la suficiente paz y serenidad para escuchar a Dios, para sentir su
presencia.
Necesitamos glorificar a Dios con
nuestras vidas porque siempre todo en nosotros ha de ser para la mayor gloria
de Dios. Quitemos aquellas cosas que nos estorban, arranquemos de nosotros esas
pasiones que nos ciegan, llenemos nuestro corazón de mansedumbre, de paz, de
humildad, de amor y todo lo que hagamos será siempre para la gloria de Dios.
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