En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo invocamos el misterio de amor de Dios para nosotros
Ex. 34, 4-6.8-9; Sal.: Dn. 3, 52-56; 2Cor. 13, 11-13; Jn. 3,
16-18
‘Dios, Padre
todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de
santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio…’ Así comenzaba la oración litúrgica
de la celebración de este domingo. Y pedíamos la gracia ‘de confesar la fe verdadera’.
Es lo que en verdad queremos hacer. Ante el misterio de
Dios, la ofrenda de nuestra fe; misterio admirable que, aunque revelado por la
fuerza del Espíritu de Jesús y una y otra vez lo confesamos, no dejamos de
sorprendernos en su inmensidad y en su grandeza, que al mismo tiempo nos revela
y nos manifiesta el misterio de amor de Dios.
Nos quedamos sin palabras y porque nos sentimos
inundados por tal misterio de amor no sabemos decir sino ‘sí’, yo creo, yo me
confío, yo me pongo en tus manos, yo me dejo conducir por tu Espíritu. Y al
final terminaremos dando gracias por tal admirable misterio de amor cuando Dios
así ha querido revelársenos. No nos cabe en la cabeza tanto misterio de amor si
El no se nos hubiera revelado, dado a conocer. Es un misterio de luz que nos
deslumbra, pero no nos ciega; es un misterio de amor que nos desborda pero no
nos anula; es un misterio de vida que nos engrandece porque nos lleva a una
vida en plenitud.
Y es que en Dios vivimos, nos movemos y existimos. Nada
somos sin Dios que nos ha creado y nos ha dado vida, pero solo desde su revelación
de amor llegamos a descubrir la grandeza a la que nos llama y a la que nos
eleva cuando ha querido hacernos sus hijos. Es en el amor de Dios Padre que nos
ha creado donde comenzamos caminos que nos llevan a la plenitud que en el Hijo
que nos ha enviado como prueba y manifestación de su amor podemos alcanzar con
la entrega de su vida y con la donación de su Espíritu.
Todo ya en nuestra vida está empapado e inundado de su
amor de manera que ya no otra cosa puede ser nuestra respuesta ni nuestra vida sino
vivir en Dios que es vivir en comunión de amor como lo es Dios mismo. Es el
amor de un Dios que es Padre que nos ha creado, nos bendice y nos regala, que
nos perdona y nos proteja y siempre está esperando nuestra respuesta de amor.
Un Dios que es amor y no puede ser lejano, ni indiferente al sentir del hombre,
ni justiciero ni vengativo, porque en El están siempre primero la benevolencia
y el perdón, porque ‘es el Dios compasivo
y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad’.
Es el Dios amor que nos ama con un amor tan especial
que nos envía y nos entrega a su Hijo, para que sea revelación de Dios, porque ‘nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel
a quien el Hijo se lo quiere revelar’; nos ama y nos entrega a su Hijo
porque así podremos conocer mejor el corazón de Dios, porque quien ve al Hijo
ve al Padre, y para que así podamos alcanzar vida eterna que no es otra cosa
que vivir en la plenitud del amor y de la comunión que se vive en Dios.
Es el Dios del amor que nos envía su Espíritu para que
podamos conocer en total plenitud la verdad de Dios, y llenos de su Espíritu
que es como el abrazo de amor y de comunión de Dios en su Trinidad Santísima
podamos nosotros entrar en esa misma comunión de vida en Dios que quiere
habitar en nosotros, como nos dice Jesús, ‘vendremos
y pondremos nuestra morada en él’.
‘Tanto amó Dios al
mundo…’ decía el
evangelio de san Juan. Amor de Dios que se nos revela pero para que nosotros
entremos también en esa órbita de amor que hay en Dios, que es Dios mismo. ‘Tanto amó Dios al mundo…’ y no cabe en
nosotros el temor ni el sentirnos lejanos porque quien se siente amado se
siente en comunión con quien le ama; nos sentimos amados de Dios y entramos ya
para siempre en una nueva comunión de amor con Dios; ya para siempre Dios será
Padre, como nos lo enseñó a llamar Jesús; ya para siempre Dios será presencia
de amor en nuestra vida y por la presencia de su Espíritu nos sentiremos
inundados de misericordia y de clemencia para aprender a vivir nosotros esa
misma misericordia y clemencia con los demás.
‘Tanto amó Dios al
mundo…’ y así se
nos reveló en Jesús que ya nuestra vida, porque así nos sentimos amados de
Dios, tiene un nuevo sentido y razón de ser, ya comenzaremos a ver con una
mirada distinta ese mundo en el que habitamos y al que tenemos que amar y
cuidar porque nos damos cuenta que es un regalo de amor que Dios nos ha hecho;
ya comenzaremos a ver también con una nueva mirada, que no puede ser sino a la
manera de la mirada de Dios, a los hombres y mujeres que están a nuestro lado a
quienes comenzaremos a amarlos con un amor de hermanos, como un amor que
refleja el amor que Dios nos tiene.
Y es que cuando confesamos nuestra fe en Dios, en el
misterio de la Trinidad de Dios, que es un misterio de amor y de comunión entre
las tres divinas personas, ya nosotros tenemos que entrar en esa misma dinámica
de amor y de comunión.
Creo que tendríamos que ser más conscientes de esa
invocación a la Trinidad de Dios y de esa confesión de fe en la Trinidad de
Dios que tantas veces vamos repitiendo cada día de nuestra vida. ‘En el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo’ queremos iniciar nuestro día desde el amanecer y toda obra
buena cuando hacemos la señal de la cruz para confesar esa fe en la presencia
de Dios con nosotros. ¿Habremos pensado bien cuántas veces al día hacemos la
señal de la cruz y estamos invocando la presencia de la Trinidad de Dios en
nuestra vida y en lo que hacemos?
‘En el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’
recibimos la bendición de Dios que es gracia y es presencia de Dios en nosotros
y recibimos también su perdón; ‘En el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ celebramos cada uno de
los sacramentos que es hacernos presente la gracia divina en nosotros y también
para la salvación de nuestro mundo; ‘En
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ fuimos ungidos y
consagrados en nuestro bautismo para ser ya para siempre para Dios, porque ya
para siempre seríamos sus hijos llenos e inundados de su vida; ‘En el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ hacemos nuestra oración y
podemos sentir a Dios allá en lo más intimo de nuestro corazón, o nos hace
sentirnos comunidad orante cuando hacemos nuestra oración en comunión con los
hermanos que están a nuestro lado; ‘En el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ abrimos nuestro corazón a
la Palabra de Dios que por la fuerza del Espíritu divino podemos llegar al
conocimiento pleno y a plantarla en nuestro corazón.
¿Qué podemos hacer ante tanto misterio de amor que se
nos revela? Es la confesión humilde de nuestra fe, pero tiene que ser también
la acción de gracias perenne de nuestro amor. Será el vivir ya para siempre
conscientes de ese misterio de Dios que habita en nosotros y será la santidad
de una vida que para siempre es templo de Dios y morada del Espíritu. Ya para
siempre nuestra vida, lo que hacemos y lo que vivimos, ha de expresar con hondo
sentido lo que proclamamos en la doxología final de la plegaria Eucarística,
todo siempre para la gloria de Dios, porque ‘por
Cristo, con Cristo y en Cristo, a ti Dios, Padre Omnipotente, en la unidad del
Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos’.
¿Será así de verdad y de una forma consciente cada día
de nuestra vida el vivir el misterio de la Trinidad de Dios en nosotros?
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