La semilla de la gracia de Dios que nos renueva y nos transforma, nos llena de vida y nos ilumina
2Sam. 11, 1-10. 13-17; Sal. 50; Mc. 4, 26-34
‘Con muchas parábolas parecidas las exponía la Palabra, acomodándose a
su entender’, nos dice el evangelista. Vuelve Jesús a proponer unas
parábolas; y vuelve a aparecer la imagen de la semilla en las parábolas.
En la que escuchamos
hace unos días quería ser expresión
de nuestras actitudes y de nuestra manera de acoger la Palabra. Por eso se entretenía
en describirnos las diferentes tierras en las que podía caer la semilla. Hoy
quiere hablarnos de la fuerza que en sí misma tiene la semilla, que germina,
nace, va creciendo hasta llegar a dar fruto. Una semilla que puede parecernos
pequeña e insignificante como es la mostaza, pero que puede ser una planta
grande capaz incluso de acoger a los pajarillos que pueden anidar entre sus
ramas.
Es la fuerza y la vitalidad del Evangelio en sí mismo
capaz de realizar una transformación profunda del corazón del hombre y de la
misma sociedad; es la fuerza y la vitalidad de la Palabra de Dios que puede
hacer fecunda de verdad nuestra vida. Claro que seremos nosotros los que
tenemos que acoger el mensaje, abrir nuestro corazón a la gracia divina, pero
esa transformación no la hacemos nosotros; esa transformación es obra de la
gracia de Dios.
Qué importante esa semilla que va cayendo cada día en
nuestro corazón cuando nos disponemos a escuchar la Palabra de Dios. Nos puede
parecer una palabra insignificante pero cómo por la gracia de Dios puede hacer
de nosotros un hombre nuevo. Es la gracia de Dios que nos renueva y nos
transforma; es la gracia de Dios que nos llena de vida y nos ilumina; es la
gracia de Dios que no va enriqueciendo por dentro si la dejamos actuar en
nosotros.
La vida de los santos y su conversión al Señor partió
de esa Palabra que se iba sembrando en su corazón y que ellos supieron acoger.
Es siempre una Palabra viva y que nos llena de vida. Por recordar alguno
podemos pensar en san Antonio Abad, que celebramos hace unos días; pasó un día por una Iglesia donde se estaba
proclamando el Evangelio y escuchó aquello que Jesús le decía al joven rico que
vendiera todo lo que tenía y diera toda su riqueza a los pobres, y aquella
palabra no cayó en el vacío en el corazón de San Antonio, porque fue e
inmediatamente hizo lo que había escuchado en la Palabra de Dios y se fue al
desierto a vivir como un eremita.
San Ignacio de Loyola le repetía a los estudiantes de
la Sorbona, entre ellos estaba Francisco Javier, que de qué vale ganar el mundo
entero si se pierde su alma, e inmediatamente Francisco Javier lo dejó todo
para formar parte de la Compañía de Jesús y como misionero iría hasta el
Extremo Oriente anunciando el evangelio en la India y hasta en el Japón.
Quizá nosotros podamos conocer experiencias más
cercanas a nosotros, donde la Palabra de Dios proclamada hizo mella en el
corazón de alguien que pudiera comenzar a interrogarse por el sentido de su
vida y de ahí naciera una vocación a la vida religiosa o a la vida sacerdotal.
Quizá nosotros mismos recordamos la Palabra escuchada en alguna ocasión que
hizo mella en nosotros y siempre
recordamos y tenemos presente y ha sido quizá el motor que nos a impulsado a
ser mejores, a cambiar muchas cosas de nuestra vida o a vivir un compromiso
serio con nuestra fe y con los demás en medio de la Iglesia o comprometiéndonos
en muchas acciones en beneficio de los otros en nuestra sociedad.
Es la fuerza de la gracia de Dios que nos llena de
vida. Es la fuerza de la gracia de Dios que transforma nuestro corazón. Es esa
semilla que Dios siempre en nosotros para que dé esos buenos frutos que nos
hagan resplandecer en una vida más santa y en una vida más comprometida con
muchas cosas buenas. Acojamos esa semilla de gracia que Dios continuamente va
sembrando en nuestro corazón.
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