Vacío de sí mismo se vio envuelto en el amor y la misericordia de Dios
Oseas, 6, 1-6; Sal. 50; Lc. 18, 9-14
‘Este bajó a su casa
justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido’.
Es el final y la conclusión de la parábola que Jesús propone de los dos hombres
que subieron al templo a orar, el fariseo y el publicano, para enseñarnos cuál
ha de ser la actitud con que nos presentemos ante Dios. Y ya el evangelista nos
da la razón de la parábola cuando nos
dice que ‘por algunos que, teniéndose por
justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás’ les
propuso Jesús esta parábola.
Quien se siente lleno de sí mismo seguro que no podrá
llenarse de Dios. Tenemos ese peligro cuando nos creemos buenos y cumplidores.
Es la actitud que vemos reflejada en la oración de aquel fariseo. ¿Venía a
pedir a Dios o venía a justificarse diciendo lo bueno que era? Podríamos pensar
que no era tan malo porque era cumplidor. También nosotros pensamos algunas veces, ‘yo
cumplo’, ‘yo hago esto y lo otro’,
pero cuando ponemos demasiado el ‘yo’
por delante es porque estamos demasiado llenos de nosotros mismos. Pero ¿qué
somos ante Dios?
Era cumplidor pero su cumplimiento era ficticio porque
era solo apariencia cuando tenía su corazón lleno de orgullo y de desprecio
hacia los demás. Nos lo refleja también la lectura del profeta Oseas que hemos
escuchado. Era un pueblo lleno de presunción y de soberbia; no era una
confianza humilde en el Señor. Hagamos lo que hagamos el Señor nos curará y nos
sanará, se decían, y seguiremos con nuestra vida. Por eso el Señor les dice por
el profeta ‘vuestra misericordia es como
nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora’. La nube mañanera o
el rocío de la madrugada no van a empapar la tierra sino que a la menor brisa o
al más pequeño rayo de sol se va a evaporar y no vale para nada. Así será
cuando vivimos la vida sin profundidad, dejándonos llevar solo por las
apariencias.
‘Misericordia quiero y
no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos’, nos dice el Señor. De nada nos
valen nuestros sacrificios u ofrendas si en nuestro corazón no hay verdadero
amor, misericordia, compasión para el hermano. Es el camino del verdadero culto
cristiano. 'La religión pura e intachable a los ojos de Dios es socorrer a los huérfanos y a las viudas en sus necesidades', que nos dice Santiago en su carta. Es la auténtica ofrenda que hemos de hacer al Señor. Es lo que en
verdad nos hace gratos a Dios. Es en lo que en verdad vamos a parecernos a Dios
y con lo que vamos a mostrar el rostro de Dios a los demás.
‘Mi sacrificio es un
espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias’, que orábamos con el salmo. Dios
quiere el corazón, y por eso es necesaria una verdadera conversión interior.
Que con humildad nos presentemos ante El reconociendo que no todo es limpio
siempre en nuestro corazón.
Mucho polvo del camino se nos va pegando en el alma y
nos contagiamos fácilmente de actitudes egoístas, insolidarias, vacías o llenas
de orgullo. Hemos de aprender a vaciarnos de nosotros mismos, de nuestro ‘ego’, de nuestras vanidades y orgullos.
Hemos de purificar nuestras intenciones, nuestras actitudes, nuestras palabras,
nuestros gestos para que siempre estén llenos de humildad, de ternura, de
misericordia, de amor para con los demás. Es lo que agrada al Señor.
La parábola de Jesús nos habla del publicano que
humilde se quedó en el último rincón porque ‘no
se atrevía a levantar los ojos al cielo, solo se golpeaba el pecho diciendo: oh
Dios, ten compasión de este pecador’. Se vació de si mismo; en su corazón
no cabían orgullos ni vanidades, solamente con humildad se sentía pecador. Porque
supo vaciarse de sí mismo se vio envuelto por el amor y la misericordia de
Dios.
¿Aprenderemos nosotros a hacerlo así?
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