Yo soy el Señor, Dios tuyo: escucha
mi voz
Oseas, 14, 2-10; Sal. 80; Mc. 12, 28-34
‘Yo soy el Señor, Dios
tuyo: escucha mi voz’,
hemos repetido en el salmo rumiando en nuestro interior esta palabra del Señor
que nos ama y nos invita a escucharle y a seguirle.
‘Yo curaré sus
extravíos, los amaré sin que lo merezcan, mi cólera se apartará de ellos, seré
rocío para Israel… brotarán sus vástagos…’ Es hermosa esta descripción que nos hace el profeta
Oseas del amor del Señor para con nosotros; un amor que no se acaba, nos llena
de bendiciones expresadas en esas imágenes llenas de poesía y encanto que
vienen como a rememorar lo que era aquel jardín en que Dios colocó al hombre
cuando lo creó, como nos describen las primeras páginas del Génesis.
Un amor que el Señor nos ofrece cuando volvemos nuestro
corazón a El, olvidando para siempre nuestros errores y pecados; nos corrige y
olvida para siempre nuestros pecados. Nos ama y cuando nos convertimos a El nos
llena de bendiciones.
¿Cómo no amar nosotros al Señor y amarlo sobre todas
las cosas? En el evangelio hemos escuchado que un escriba se acercó a Jesús
preguntándole: ‘¿Qué mandamiento es el
primero de todos?’ Si reconocemos que Dios es nuestro Señor, que Dios es un
Padre bueno que nos ama, no puede haber otro mandamiento, no puede haber otra
respuesta que el amor.
Jesús respondió citando textualmente el texto del
Deuteronomio que todo judío se sabía muy bien porque era una proclamación de su
fe en Yahvé como el único Señor y en consecuencia todo lo que había de ser su
vida. ‘El primero es: Escucha, Israel, el
Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. Y Jesús
continuó: ‘El segundo es éste: amarás a
tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos’.
Ese amor a Dios con todo nuestro ser, con toda nuestra
vida, sobre todas las cosas y ese amor al prójimo, como diría luego el escriba,
‘vale más que todos los holocaustos y
sacrificios’. No son cosas las que tenemos que ofrecer al Señor. Es nuestro
corazón. Nuestro corazón todo para el Señor. No importan las cosas sino lo que
importa es la vida. Importan las ofrendas que podamos hacer si no somos capaces
de ofrecer nuestro corazón al Señor amándole sobre todas las cosas.
Y amar al Señor así, con un amor total, no significa
que nos tengamos que olvidar de los demás. Todo lo contrario. Desde ese amor
que le tenemos así al Señor con toda la radicalidad de nuestra vida es cuando
aprendemos a amar y amar de verdad a los demás porque ya al prójimo comenzaremos
a verlo como un hermano.
Por eso, a la réplica que le hace el escriba Jesús le
dirá que no está lejos del Reino de los cielos, del Reino de Dios. Vivir el
Reino de Dios es sentir que Dios es nuestro único Rey y Señor y para El todo
nuestro amor; por eso cuando queremos comenzar a vivir el Reino de Dios de
verdad comenzaremos a amar también de verdad a nuestros hermanos y comenzaremos
a hacer ese mundo nuevo del amor, de la paz, de la comunión, de la justicia, de
la alegría honda y verdadera. Será nuestro compromiso. Será la consecuencia del
amor de Dios. Será la forma de proclamar que Dios es nuestro único Señor.
‘Yo soy el Señor, Dios
tuyo; escucha mi voz’,
comenzamos recordando lo que habíamos repetido en el salmo y recordábamos esa
hermosa página de Oseas que nos hablaba del amor que el Señor nos tiene que nos
colma de bendiciones. Escuchamos, pues, la voz del Señor y queremos amarle y
amarle con todo el corazón, sobre todas las cosas. Escuchamos la voz del Señor
y comenzamos a amar también al prójimo como a nosotros mismos. Escuchamos la
voz del Señor y queremos vivir en el Reino de Dios con todas sus consecuencias.
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