Atentos y preparados para el día en que se manifieste el Hijo del Hombre
2Jn. 4-9; Sal. 118; Lc. 17, 26-37
Hay momentos en la vida en que nos suceden cosas
inesperadas que nos causan sobresalto y sorpresa porque lo imprevisto de lo
sucedido nos ha encontrado desprevenidos y sin prepararnos. Un accidente, una
muerte repentina de un ser querido, una enfermedad, o algún otro hecho, no
siempre tienen que ser cosas malas o negativas, que por lo inesperado nos
resulta sorpresivo, como una visita o la llegada de alguien, que quizá de lejos
y hace tiempo no habíamos visto, viene a vernos. ¿Por qué? ¿Por qué me sucede
esto a mí?, nos preguntamos y nos decimos que si hubiéramos sabido lo que iba a
suceder o que íbamos a recibir a alguien hubiéramos estado preparados.
En fin de cuentas, estas cosas que mencionamos con ser
importantes, quizá no son tan trascendentales en nuestra vida. Pero con lo que
nos dice Jesús hoy en el evangelio sí nos quiere hacer pensar en cosas o
momentos que pueden ser, que son hecho trascendentales en nuestra vida. Nos
quiere hablar Jesús del ‘día en que se
manifieste el Hijo del Hombre’. Una referencia al momento final de nuestra
vida, a la segunda venida del Hijo del Hombre que nos anuncia Jesús en el
Evangelio, o del momento final de la historia humana.
Cuando estamos finalizando el ciclo litúrgico y lo
mismo al comenzar luego el nuevo ciclo con el tiempo del Adviento la liturgia
nos va ofreciendo una serie de textos de los evangelios que nos hablan de ese
tiempo final. Es un recordatorio que nos hace de algo que por supuesto siempre
hemos de tener en cuenta para que no olvidemos de la trascendencia que en todo
momento hemos de darle a nuestra vida. Nuestra patria definitiva no es esta
tierra ni este mundo, sino que estamos llamados a una vida en plenitud, una
vida eterna junto a Dios, cosa que no podemos olvidar, porque realmente dará un
sentido profundo a nuestra existencia.
Jesús nos propone varios hechos e imágenes para
hacernos pensar y reflexionar. Nos habla de los tiempos de Noé, cuando llegó el
diluvio y acabó con todos; sólo Noé y su familia que entraron en el Arca
pudieron salvarse. O nos habla de la destrucción de Sodoma y Gomorra cuando
bajó fuego del cielo y solo Lot pudo salvarse. ‘Así sucederá, nos dice,
cuando se manifieste el Hijo del Hombre’.
No es para asustarnos y llenarnos de temor, sino para
que recapacitemos en el sentido de nuestra vida, porque como aquellos que ‘comían, bebían, compraban, sembraban,
construían, se casaban’, que no estuvieron preparados los encontró desprevenidos
aquel momento de desolación, así nosotros también vamos haciendo nuestra vida
preocupados por los afanes de cada día, y perdemos el sentido de trascendencia
de nuestra vida, vivimos como si solo nos importara el momento presente, y
hasta parece que viviéramos sin fe y hasta olvidándonos de Dios.
No tiene que ser esa la manera de actuar y de vivir del
creyente. No somos creyentes sólo porque digamos que tenemos una fe y hasta nos
sepamos de memoria el Credo recitándolo con toda fidelidad. Esa fe que tenemos
tiene que reflejarse en lo que es la vida nuestra de cada día, en nuestras
actitudes y en nuestros comportamientos, en el valor que le damos a las cosas
materiales y en el sentido que le vamos dando a todo aquello que hacemos
santificándolas con esa gracia del Señor, sirviéndonos para nuestra propia
santificación.
Esa es la tarea del verdadero creyente. Así quien cree
en Jesús sabe descubrir el verdadero valor de la vida y de lo que hace. Así,
aunque a veces tengamos que vivir momentos malos y de dificultad, sabemos que
todo eso bueno que vayamos haciendo un día se convertirá en plenitud cuando
vivamos junto a Dios. Significa eso, entonces, la atención y tensión con que
vivimos nuestra vida sabiendo descubrir también la presencia de Dios junto a
nosotros que nunca nos abandona y nunca deja de enriquecernos con su gracia
para que podamos vivir cada momento en el mayor sentido y plenitud.
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