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domingo, 11 de marzo de 2012


Restaure el Señor con su misericordia el templo vivo de Dios que somos

Ex. 20, 1-17; Sal. 18; 1Cor. 1, 22-25; Jn. 2, 13-25
Un hecho inusual e impactante el que contemplamos en el evangelio hoy que puede tener un hermoso significado y mensaje en este camino cuaresmal que estamos haciendo. ‘Quitad esto de aquí – dice a los vendedores de toda clase de animales y a los cambistas – no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre’. Ante la forma, en cierto modo violenta de Jesús sus discípulos recordarán lo trasmitido por la Escritura: ‘El celo de tu casa me devora’.
Los sacrificios que cada día se ofrecían en el templo y los peregrinos venidos de todas partes había motivado todo aquel mercado en torno al templo desvirtuando en cierto modo su sentido. Era necesario hacer una restauración – y empleo esta palabra ‘restauración’, porque de eso nos habla también hoy la liturgia como luego veremos – para que el culto fuera en espíritu y verdad como nos enseñaría Jesús en otro lugar del evangelio. Recordamos el diálogo de Jesús con la Samaritana. Pero, ¿será sólo la restauración de aquel templo material o será de algo más hondo de lo que nos quiera hablar Jesús?
Hoy vemos en nuestro entorno cómo se restaura un edificio, una imagen, una pintura, un espacio, porque está excesivamente deteriorado y quizá ya no se pueda utilizar para lo que fue hecho o construido. Se restaura para devolverle su belleza original, pueda usarse debidamente, se le eliminen aquellos añadidos que con el paso del tiempo se le hayan hecho o le hayan llevado a ese deterioro.
Pero no vamos a hablar aquí de esas restauraciones materiales, sino que nos puede servir de ejemplo para esa transformación profunda que tenemos que ir haciendo en nuestra vida, en nuestra relación con el Señor, en nuestro trato y convivencia con los demás, o en esa dignidad que en virtud de nuestro bautismo todos tenemos que nos hace hijos de Dios y nos hace también templos vivos de Dios.
Cuando los judíos reaccionaron ante lo que Jesús estaba haciendo al expulsar a los vendedores del templo le preguntaron con qué autoridad estaba haciendo aquello. ‘¿Qué signos nos muestras para actuar así?’, le preguntaron. Y ya hemos escuchado la respuesta de Jesús. ‘Destruid este templo, y en tres días lo levantaré’. Pero no entendieron; quisieron hacer una interpretación literal de sus palabras y recordaban cuántos años había costado la reconstrucción de aquel templo, tarea en cierto modo inacabada en la época de Jesús. Sería precisamente una de las acusaciones que harían contra Jesús ante el Sanedrín. 
Los discípulos más tarde, tras la resurrección del Señor, entenderían bien sus palabras. ‘El hablaba del templo de su cuerpo’, nos dice el evangelista. ‘Cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús’. Se puede convertir, pues, este hecho y estas palabras de Jesús en un anuncio de su pascua, de su muerte y resurrección.
Jesús es el verdadero templo de Dios y es en Cristo, con Cristo y por Cristo cómo podemos darle la mayor gloria al Padre del cielo. Así en el momento cumbre de la Eucaristía por Cristo, con Cristo y en Cristo queremos darle todo honor y toda gloria, uniéndonos de verdad a Jesús con toda nuestra vida, ofreciendo el Sacrificio de la Nueva Alianza en la Sangre de Cristo, pero poniendo también toda nuestra vida en esa oblación que Cristo hará que sea en verdad agradable a Dios. Al celebrar el memorial de la pasión salvadora de Jesús, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos su venida gloriosa, ofrecemos en la acción de gracias de la Eucaristía el sacrificio vivo y santo, como decimos en la plegaria eucarística.
Celebrar la Eucaristía, hacer esta ofrenda que queremos hacer de nuestra vida a Dios nos exige y nos motiva para que seamos santos. Nos exige ser santo porque queremos ofrecerle algo bueno y agradable a Dios y entonces hemos de querer vivir una vida santa. Nos exige y nos motiva, porque así queremos tener esos buenos deseos y propósitos en nosotros. Pero al mismo tiempo, en la Eucaristía, en esta misma ofrenda que queremos hacer al Señor, nos santificamos porque nos llenamos de su gracia; gracia que nos purifica, que nos fortalece, que nos ayuda a que vivamos santamente en esa dignidad grande de hijos de Dios, de la que nos hacemos partícipes por nuestra unión con Cristo.
Nos recuerda también todo esto que nosotros, por nuestra unión con Cristo, hemos sido consagrados en nuestro bautismo para ser templos del Espíritu, morada de Dios que habita en nosotros. De ahí entonces, podemos repetir, esa dignidad y esa santidad en la que hemos de vivir. Hemos de ser ese templo santo para el Señor. Templo santo que necesitamos restaurar, purificar porque tantas veces manchamos con el pecado.
Nos preocupamos muchas veces de cuidar la dignidad, la belleza, la limpieza y el ornato de nuestros templos, pero quizá pensamos menos en la dignidad y la belleza de nuestro espíritu, de nuestro corazón; la pureza y santidad de ese templo de Dios que somos nosotros. Es esa pureza y esa santidad la que nos pide el Señor. Es a lo que nos está llamando hoy de manera especial cuando escuchamos en el evangelio la expulsión de los vendedores del templo.
De cuántas cosas tendría que purificarnos el Señor; en cuánto necesitamos restaurar esa santidad de nuestra vida que afeemos tantas veces con nuestro pecado; cómo necesitamos en verdad transformar muchas cosas en nuestro corazón para que en todo y siempre podamos dar gloria al Señor. Recordemos lo que decíamos antes a manera de ejemplo de las restauraciones que hacemos de edificios o de objetos de arte. Aquí en nuestra vida hay algo mucho más valioso que cualquier objeto artístico porque está la grandeza y la dignidad de un hijo de Dios, que como tal ha de comportarse y vivir en su relación con el Señor.
Y eso que decimos de nosotros mismos, tenemos que pensarlo también de los demás. Por eso con cuánto respeto y amor tenemos que tratar a los hermanos. Ellos son también templo vivo del Señor que hemos de respetar, tratar bien y con dignidad. Todo esto tendría que llevarnos a pensar mucho en los demás y en cómo hemos de tratarlos, respetarlos, amarlos. No pisoteemos nunca, de ninguna manera, la dignidad de otra persona. Pensemos que también es un hijo de Dios, un templo del Señor. Muchas consecuencias tendríamos que sacar de aquí.
‘Restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de nuestras culpas’, pedíamos en la oración litúrgica de este domingo. Es lo que queremos ir haciendo en este camino de renovación de nuestra cuaresma; queremos llegar a la pascua habiendo renovado bien nuestra vida; en muchas cosas tenemos que ir muriendo para que en verdad renazcamos a una vida nueva, para que haya verdadera pascua en nosotros.
Por eso, en este tiempo, revisamos muchas cosas, reflexionamos dejándonos iluminar por la Palabra de Dios – palabras de vida eterna, como decíamos en el salmo -, queremos llenarnos de esa Sabiduría de Dios que encontramos en Cristo crucificado, como nos decía san Pablo, oramos insistentemente al Señor para que nos dé su luz y su gracia, para que alcancemos el don de la conversión y recibamos la gracia del perdón. Dejemos que el Señor nos purifique, nos santifique con su gracia para que seamos ese templo agradable al Señor haciéndole la ofrenda hermosa de nuestra vida siempre buscando la gloria del Señor.

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