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domingo, 29 de enero de 2012


La victoria jubilosa de Jesús sobre el mal que también nosotros hemos de comunicar a los demás

Deut. 18, 15-20;
 Sal. 94;
 1Cor. 7, 32-35;
 Mc. 1, 21-28
Jesús había comenzado a recorrer Galilea anunciando la Buena Noticia de que llegaba el Reino de Dios. Los primeros discípulos habían comenzado a seguirle y a la invitación de que todo había de cambiar y era necesario creer en Jesús y en la Buena Nueva que anunciaba algunos ya habían comenzado a dejarlo todo para seguirle. Recordamos el pasado domingo a Simón Pedro y Andrés, a Santiago y a Juan que habían dejado redes y barcas para hacerse seguidores de Jesús y pescadores de hombres.
Llega el sábado y la oportunidad está en la asamblea de la Sinagoga donde se escucha y comenta la Palabra de Dios antes de la oración en común. Y allí está Jesús. Y su manera de hablar es nueva. Lo hacía con una autoridad nueva y distinta; no era un maestro de la ley más que repitiera cosas aprendidas sino que lo hacía con autoridad. ‘Se quedaron asombrados de su doctrina porque no enseñaba como los escribas sino con autoridad’, comentaban los oyentes.
¿Cómo no iba a hacerlo así si allí estaba la verdadera Palabra de Dios que se había encarnado, que había plantado su tienda entre nosotros? No eran sólo palabras lo que Jesús ofrecía. Allí había vida y con su Palabra sus vidas se llenaban de luz. Los corazones se sentían enardecidos ante aquella palabra llena de vida y todo se comenzaba a ver con un nuevo resplandor. Era un gozo poder escucharle, y estar con El, y hacer nacer la esperanza en el corazón con su Palabra.
Pero la autoridad de Jesús no solo se iba a manifestar en las palabras que pronunciara sino en la vida nueva que ofrecía. Una vida que no era sólo promesas y anuncios de algo nuevo, sino que lo nuevo se estaba comenzando ya a realizar allí. Anunciaba el Reino de Dios, y reinando Dios el mal tenía que desaparecer del corazón de los hombres, y allí se comenzaría a manifestar esa transformación, para que sólo Dios reinara entre los hombres haciendo desaparecer el mal.
‘Estaba precisamente en la Sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo…’ Alguien dominado por el maligno a quien había que liberar del mal. ‘Se puso a gritar’, dice el evangelista. Aquel hombre poseído por el maligno reconocía que quien estaba allí ante él era quien viniera a destruir y a vencer el mal. ‘¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres, el Santo de Dios’.
Se va a manifestar la victoria de Jesús. El maligno se resiste, pero Jesús es el vencedor. Para eso habría de morir en una cruz y resucitado se presentaría como el Señor de la Victoria, el vencedor del mal y de la muerte para siempre. Allí se iba a manifestar esa victoria de Jesús. Allí se iba a manifestar la gloria del Señor liberando a aquel hombre de todo mal.
‘¡Cállate y sal de él!’, le increpa Jesús. ‘Y el espíritu inmundo lo retorció y dando un grito muy fuerte salió de él’. Todos se asombran. Jesús actúa con una autoridad nunca vista. ‘Este enseñar con autoridad es nuevo’, exclama la gente. Allí está la Palabra victoriosa de Jesús.  ‘Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea’. Ya escucharemos en los próximos domingos como pronto van a venir de todas partes hasta Jesús buscando vida y salvación.
Ya seguiremos en las próximas semanas todo ese camino, todo ese recorrido de Jesús. Hoy también nosotros venimos hasta El, porque queremos escucharle y porque queremos seguirle también. Como aquella gente que se reunía en la sinagoga de Cafarnaún aquel sábado, día sagrado para los judíos, nosotros venimos en el día del Señor, en el día en que cada semana de manera especial e intensa celebramos su victoria sobre la muerte y el pecado.
Es el domingo, el día del Señor, el día que recordamos y celebramos la resurrección del Señor. Es lo que aquí venimos a anunciar y a celebrar. ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos su resurrección’, gritaremos con todo el ardor de nuestra fe confesándole victorioso. Y una vez más diremos ‘¡ven, señor Jesús!’ Que venga el Señor, que llegue a nuestra vida y así nos sintamos iluminados por su luz, transformados por su gracia salvadora, resucitados a una vida nueva.
Aquí estamos como familia reunida en el nombre del Señor para celebrar su victoria en su muerte y resurrección. Escuchamos su Palabra y nos alimentamos también del Pan único y partido de la Eucaristía. Aquí estamos ‘celebrando el memorial del Señor resucitado, mientras esperamos el domingo sin ocaso’, como decimos en uno de los prefacios, ‘en el que la humanidad entera entrará en tu descanso’. Es lo que celebramos de manera especial cada domingo, en el día del Señor. Es lo que proclamamos con nuestra fe alabando por siempre la misericordia del Señor que nos manifiesta así su autoridad siendo vencedor para siempre de la muerte y del pecado.
Jesús actúa con autoridad también en nosotros dándonos su gracia, haciéndonos partícipes de su victoria. Mucho mal se he metido en nuestro corazón cuando hemos dejado entrar el pecado en nosotros, pero sabemos y confesamos en verdad quien es Jesús, el Santo de Dios que nos santifica; el Santo de Dios que nos redime y nos arranca del mal; el Santo de Dios que nos transforma con su gracia para que liberados de toda atadura de pecado vivamos ya santamente. Y por todo ello queremos dar gracias a Dios y cantar para siempre su alabanza.
El evangelio dice que su fama se extendió enseguida por toda la comarca, porque corría la noticia de boca en boca y todos se admiraban de las maravillas del Señor. ¿Nos faltará a nosotros hacer algo así? Es la Buena Noticia que nosotros también hemos de trasmitir. Toda esa salvación del Señor que sentimos en nuestra vida tenemos que saber llevarla a los demás, anunciarla a nuestros hermanos para que ellos descubran también lo que es la misericordia del Señor.
Hemos de confesar que muchas veces nos falta esa alegría y ese entusiasmo nacido de una fe profundamente vivida. Es necesario que contagiemos a los demás de esa alegría de la fe, de esa alegría del encuentro con el Señor resucitado que nos hace partícipes de su victoria sobre el mal, que nos llena con su salvación.
Esa proclamación solemne de nuestra fe que hacemos aquí en medio de la Eucaristía no se puede quedar reducida a proclamarla solo en medio de estas cuatro paredes, sino que tiene que ser una proclamación pública en que a todos alcance y a todos llegue el grito jubiloso de nuestra fe. 

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