De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis
Mal. 3, 1-4;
Sal. 23;
Heb. 2, 14-18;
Lc. 2, 22-40
Desde que celebramos la Navidad podríamos decir que
todo ha sido una progresiva manifestación de Jesús, aunque en las celebraciones
no se haya tenido un orden cronológico total, hasta esta fiesta de la
Presentación de Jesús en el Templo que hoy cuarenta días después estamos
celebrando.
Los ángeles anunciaron a los pastores que en Belén de
Judá les había nacido un Salvador, el
Mesías, el Señor. Las esperanzas eran cumplidas y el Mesías que tanto había
esperado y deseado el pueblo judío estaba ya entre ellos.
Los Magos de Oriente vienen buscando al Rey en el
recién nacido que van a encontrar también en Belén dejándose conducir por la
estrella aparecida en el cielo y por las Escrituras que así señalan el lugar. Era
como un singo de que el que venía a traer la salvación para todos los hombres
era anunciado por medio de la estrella como salvador no sólo para los judíos
sino también para todos los pueblos.
El Bautista lo señalará como el Cordero de Dios que
viene a inmolarse para quitar el pecado del mundo, aunque antes él mismo había
escuchado la voz del cielo que señalaba a Jesús, al salir de las aguas del
Jordán en su bautismo, como el Hijo amado de Dios. Es el Cordero de Dios que se
inmola y es el Hijo amado del Padre que es Enmanuel, Dios en medio de nosotros
a quien habíamos de escuchar.
Se presentará Jesús en Nazaret como el Ungido por el
Espíritu que viene a anunciar la Buena Noticia, el Evangelio a los pobres, y
así le vemos en los primeros momentos de su predicación, como lo hemos seguido
en estos domingos anteriores, anunciando el Reino de Dios e invitando a la
conversión para creer en esa Buena Noticia del Evangelio.
Hoy, cuarenta días después del nacimiento en fecha
cronológica, le contemplamos entrar en el templo como Sacerdote que va a hacer
la Ofrenda en la presentación ritual de todo primogénito varón que había de ser
ofrecido al Señor. ‘De pronto entrará en
el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la Alianza que
vosotros deseáis: miradlo entrar…’ que anunciaba el profeta Malaquías.
‘Cuando llegó el
tiempo… según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo
al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: todo primogénito varón
será consagrado al Señor…’
Ya hemos escuchado lo que allí sucedió y es como la presentación al pueblo
creyente, significado en aquel rito de la Presentación y Ofrenda y también en
aquellos ancianos que le acogen como Salvador bendiciendo a Dios.
Como en otro lugar de la carta a los Hebreos se señala
que el grito de Cristo al entrar en el mundo fue ‘aquí estoy, oh Padre, para hacer tu voluntad’, ahí está cumpliendo
con la ley, pero haciendo la Ofrenda de sí mismo al Padre que habría de
consumarse en lo alto de la Cruz.
Hemos venido, pues, contemplando al Mesías Salvador, al
Rey y al Señor, al Ungido por el Espíritu que, cual profeta, nos anuncia el
mensaje del Reino, y al Sacerdote y Pontífice que hará la ofrenda suprema del
Sacrificio de la Alianza nueva y eterna para nuestra salvación y nuestra
redención. ‘Muriendo aniquiló al que
tenía el poder de la muerte y liberó a todos los que pasaban la vida entera
como esclavos…’ nos decía la carta a los Hebreos.
‘¡Portones, alzad los
dinteles! Que se abran las antiguas compuertas… va a entrar el Rey de la gloria…’ aclamábamos en el salmo. Es el Pontífice compasivo y fiel que expió los
pecados del pueblo, como nos enseña igualmente la carta a los Hebreos. Es
el deseado de los pueblos, el esperado de las naciones, el que con gran
esperanza esperaba el pueblo creyente, representado en el anciano Simeón al que
contemplamos en el templo bendiciendo a Dios porque sus ojos han visto al Salvador presentado a todos los pueblos, al
que es luz para alumbrar a las naciones y
al que es la gloria del pueblo creyente.
Es lo que hoy estamos celebrando cuando también
nosotros hemos tomado luces encendidas en nuestras manos para comenzar nuestra
liturgia queriendo presentarnos con corazón puro y alma limpia al Señor y hacer
así también ofrenda de nuestra vida al Señor. Lema de todo creyente es hacer
que todo en su vida sea para la gloria de Dios, y así nosotros queremos
presentarnos ante el Señor llevando esa luces signo de las obras de nuestro
amor con el que queremos dar gloria a Dios. Cuando bendeciamos estas luces
pedíamos al Señor que nos concediera la gracia de caminar por las sendas del
bien para que pudiéramos llegar a la luz eterna.
Todo esto queremos hacerlo de la mano de María, nuestra
Madre. Ahí en estos momentos del misterio de Cristo que estamos recordando
contemplamos siempre a María, la que con su Sí supo hacer esa ofrenda de su
voluntad y su vida al Señor. Que de María aprendamos; que María nos alcance esa
gracia del Señor; que con María mantengamos siempre encendida esa lámpara de la
fe y del amor en nuestra vida.
Más aún, cuando nosotros hoy celebramos a María
invocándola como María de Candelaria, nuestra Madre y nuestra Patrona. En las
manos de María contemplamos la luz que ella, la primera evangelizadora, vino a
traer a nuestra tierra canaria. Con razón, pues, la llamamos portadora de la
luz, la que lleva la candela, la Candelaria, porque nos trae la luz, porque
siempre nos trae a Cristo y a Cristo nos
conduce.
Amemos a María que es nuestra Madre bendita del cielo.
Empapémonos de su amor de madre que nos enseña lo que es el verdadero amor,
porque nos enseñará siempre a amar como Jesús. Tengamos siempre presente en
nuestra vida a María, porque teniéndola a ella con nosotros seguro que no nos
apartaremos de Jesús. ‘Ruega por
nosotros, santa Madre de Dios, ahora y en la hora de nuestra muerte’, para
que nunca nos apartemos del camino de Jesús. Somos pecadores y nos sentimos
muchas veces tentados por el pecado, pero teniendo a María a nuestro lado ella
nos enseñará y alcanzará la gracia de sabernos apartar de la tentación, de
apartarnos del pecado para mantenernos siempre en la gracia y en la santidad de
Dios.
Que María de Candelaria, como madre nos proteja y nos
acompañe en el camino de nuestra fe y de nuestro amor.
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