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viernes, 4 de marzo de 2011

Jesús busca frutos en un corazón puro y lleno de fe para un auténtico culto al Señor


Eclesiástico, 44, 1.9-13;

Sal. 149;

Mc. 11, 11-26

Jesús ya está en Jerusalén para su subida a la Pascua. Cronológicamente este texto corresponde a lo sucedido a continuación de su entrada triunfal en la ciudad santa. ‘Después que la gente lo hubo aclamado, entró Jesús en Jerusalén en el templo y lo estuvo observando todo…’ nos señala el evangelista. Se vuelve a Betanía – a casa de Marta, María y Lázaro lugar de descanso para Jesús en sus estancias en Jerusalén – para volver cada día a Jerusalén y al templo dada la cercanía de dichas poblaciones, unos tres kilómetros como hará notar Juan en su evangelio.

En lo acaecido en los siguientes días vemos unos signos claros del mensaje que hoy podemos deducir. Por una parte la maldición de la higuera que luego al día siguiente los discípulos verían seca de raíz. ‘Vio de lejos una higuera con hojas, y se acercó para ver si encontraba algo; al llegar no encontró más que hojas, porque no era tiempo de higos…’

No es el hecho en sí mismo de si la higuera tenía o no tenía higos, pues no era tiempo de ello, sino que lo viene a significar. Podríamos recordar también una parábola que en este sentido se nos ofrece en el evangelio. Jesús busca fruto, busca fruto en nuestra vida, busca fruto en aquel pueblo de Israel al que Dios tanto había cuidado y donde ahora se manifestaba el amor misericordioso de Dios en Jesús. Pero Jesús no encuentra fruto. Ese fruto que hemos de dar para Dios hay que darlo en todo tiempo. No podemos decir más tarde, en otro momento ya responderé a lo que Dios me pide, ya me corregiré porque aún tengo tiempo… La respuesta tiene que ser pronta, la lucha y el esfuerzo por superarnos es cosa de cada día. ¿Qué hará Dios con nosotros? podríamos quizá preguntarnos.

Otro signo claro del mensaje que Jesús quiere darnos está en la expulsión de los vendedores del templo. ‘Entrando en el templo se puso a echar a los que compraban y vendían en el templo… ¿No está escrito: mi casa será casa de oración para todos los pueblos? Y vosotros en cambio la habéis convertido en cueva de bandidos…’

La casa de Dios, casa de oración; el culto puro y limpio que tenemos que ofrecer al Señor; ese culto al Señor lejos de todo ritualismo y rutina buscando que siempre sea algo vivo nacido del corazón lleno de fe y de amor del hombre; la no utilización fraudulenta de las cosas santas y de toda acción religiosa para no desvirtuar la verdadera relación con Dios. Son pensamientos que surgen a bote pronto en la contemplación de la escena de la expulsión de los vendedores del templo. Una señal de la purificación que Jesús quería hacer de aquel templo del Señor pero signo de otra purificación interior y más profunda que quiere hacer en el corazón del hombre.

Muchas veces hemos reflexionado cómo nosotros desde nuestro Bautismo somos verdadera morada de Dios y templos del Espíritu Santo que habita en nosotros. Grande es la dignidad de la que nos ha dotado Dios que nos ha hecho sus hijos, pero verdaderos templos de Dios. ¿No será esa entonces la purificación del templo del Señor que Jesús nos está pidiendo, para que purifiquemos nuestro corazón, para que resplandezcamos por la santidad de nuestra vida? Creo que por ahí deben ir nuestros pensamientos, reflexiones y compromisos.

Finalmente Jesús nos pedirá que afiancemos de verdad nuestra fe. ‘Tened fe en Dios’, nos dice. Y nos habla del poder de la oración y de la fe. Pero nos habla también de cómo hemos de purificar siempre nuestro corazón cuando vayamos a ponernos en oración ante Dios. ‘Cuando os pongáis a orar, perdonar lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas’. Nos recuerda la manera de orar que nos enseña en el padrenuestro.

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