Apoc. 7, 2-4.9-14;
Sal. 23;
1Jn. 3, 1-3;
Mt. 5, 1-12
‘A ti te ensalza el glorioso coro de los apóstoles, la multitud admirable de los profetas, el blanco ejercito de los mártires; todos los santos y elegidos te proclaman a una sola voz, Santa Trinidad, único Dios… venid adoremos a Dios que es glorificado en la asamblea de los santos…’
Así nos invita la liturgia en sus diversas antífonas a adorar, alabar, bendecir y cantar la gloria de Dios. Hoy es la fiesta grande, la solemnidad de Todos los Santos. Esa muchedumbre inmensa que nadie podía contar de la que nos habla el libro del Apocalipsis cuando nos describe la liturgia celestial. Esa asamblea festiva a la que nosotros queremos unirnos también. Esa multitud admirable de los que ahora cantan eternamente la gloria de Dios, son intercesores nuestros que desde el cielo nos ayudan en nuestras necesidades y en nuestra debilidad, y son el más hermoso ejemplo y estímulo para los que aún peregrinamos en la tierra con ansias de cielo.
Es la Iglesia celestial, la Jerusalén celeste, la asamblea festiva de todos los santos que ya eternamente alaba al Señor en el cielo. Nosotros somos aún la iglesia peregrina, pero llena de esperanza, alegre y guiada por la fe aspira a formar parte un día de esa asamblea festiva del cielo. Esperanza que nos anima en nuestro caminar. Fe y esperanza que nos hace mirar hacia lo alto y nos ayuda a darle profunda trascendencia al camino que ahora hacemos por la vida. Fe y esperanza que nos hacen pregustar ya esa alegría del cielo aunque aún en este camino estemos rodeados de sufrimientos o nos sintamos tentados por el mal para abandonar el camino.
Es una fiesta hermosa a la que la Iglesia nos invita en este día. Pero es al mismo tiempo una invitación a que le demos tal sentido y profundidad a nuestra vida ahora que podamos aspirar a esos bienes del cielo, aspirar a participar un día de esa gloria del Señor. Por eso el contemplar esta asamblea festiva de todos los santos es para nosotros una invitación, un estímulo para que busquemos, tratemos de todos modos de vivir una vida santa. Que por la santidad con que ahora vivamos nuestra vida un día podamos contemplar a Dios y disfrutar de su gloria.
A esto nos conduce toda la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado en esta fiesta de Todos los Santos. San Juan nos ha hablado del amor que Dios nos tiene tan grande que nos llama hijos, porque en realidad nos ha hecho hijos. ‘Somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es’. Si nos detenemos un momento a considerar esto tan hermoso que nos está diciendo el apóstol, no podemos menos que dar gracias al Señor por la dignidad tan grande que nos ha concedido, pero aún más por la promesa que nos hace de que nos uniremos de tal manera a El que le podremos ‘ver tal cual es’. Si esa es nuestra meta, ¿cómo no vivir santamente?
¿En qué consiste ese camino de santidad que hemos de recorrer, que hemos de vivir? Podríamos decir sencillamente, parecernos a Jesús. No es otra cosa lo que tenemos que hacer sino vivir su vida, configurarnos con El. ¿No nos decía Pablo que su vivir era Cristo? Es lo que tenemos que hacer, copiar totalmente su vida en nosotros, meternos en El, como quien se mete en un molde, para que nuestro querer y nuestro vivir, nuestros sentimientos y nuestras actitudes, lo que hacemos o lo que pensamos no sea otra cosa sino reflejar a Cristo, vivir a Cristo.
¿Cómo podremos irnos impregnando de Cristo? El evangelio de hoy nos lo dice. Encarnar en nuestra vida el espíritu de las Bienaventuranzas. Recordemos que Jesús desde el inicio de su predicación nos invitaba a convertirnos a la Buena Noticia porque llegaba el Reino de Dios. Pues cuando nos proclama las Bienaventuranzas en el Sermón del Monte nos dirá que ‘de ellos es el Reino de los cielos’. Los que viven el espíritu de las bienaventuranzas están viviendo, están ya participando del Reino de los cielos.
Y nos dirá que ‘de los pobres de espíritu y los que lloran, de los que sufren o los que tienen hambre y sed de justicia, de los que obran con misericordia o son limpios de corazón, de los que trabajan por la paz y a los que incluso les toca sufrir todo tipo de persecución a causa de su nombre, de ellos es el Reino de los cielos’.
Pobres porque nada tenemos o de todo nos desprendemos en la generosidad del amor; sufridos porque el dolor y el sufrimiento nos puede aparecer en nuestra vida o porque somos capaces de compartirlo con los que sufren a nuestro lado de tal manera que hacemos nuestro su sufrimiento; lloramos porque tenemos ansias de más y de lo mejor no ya sólo para nosotros sino porque buscamos siempre lo bueno y lo justo para los otros para que sean siempre felices; buscamos el bien aunque sea con sufrimiento, llenamos nuestro corazón de compasión y misericordia y lo mantenemos siempre limpio de toda maldad; o vamos a padecer la incomprensión y hasta la persecución de aquellos que quizá no entiendan nuestra manera de vivir según el sentido y estilo del evangelio.
Por ahí va el espíritu de las bienaventuranzas. Y Jesús nos dice que así estamos construyendo el Reino de Dios y que no temamos porque no nos faltará consuelo, y paz, y misericordia, y gozo hondo en el alma que nos dará las mayores satisfacciones, y que un día, porque somos limpios de corazón, podremos ver a Dios.
Es el camino que hizo Jesús delante de nosotros. Es el camino de dicha y de felicidad al que El nos invita. Es el camino que podremos hacer sin decaer ni desanimarnos porque le sentiremos a El siempre a nuestro lado. Es el camino que haremos gozosos, aunque broten lágrimas en ocasiones de nuestros ojos, pero que en la trascendencia que le damos a nuestra vida, sabemos que un día podemos vivirlo todo en plenitud junto a Dios. Si no tuviéramos esa esperanza y no le diéramos esa trascendencia a nuestra vida quizá no seríamos capaces de hacerlo.
Es el camino de santidad al que hoy nos está invitando esta fiesta de Todos los Santos. En ellos nos sentimos estimulados y ellos desde el cielo son intercesores de gracia para nosotros. ‘Concédenos, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia y tu perdón’, pedíamos en la oración litúrgica. Y en la oración de las ofrendas vamos a pedir ‘que sintamos interceder por nuestra salvación a todos aquellos que ya gozan de la gloria de la inmortalidad’.
Que en ese sentido vaya siempre la oración que hacemos a los santos para que intercedan por nosotros. Algunas veces parece que no hemos llegado a entender bien lo que tiene que ser esa intercesión que de ellos deseamos. Nos preocupamos de pedirles principalmente por nuestras necesidades materiales pero le pedimos poco para que nos alcancen la gracia del Señor para ser nosotros cada día más santos, que tiene que ser siempre lo más importante de nuestra vida. Les pedimos a ellos como si fueran los poderosos y algunas veces pareciera que los hacemos dioses que nos tienen que conceder lo que necesitamos, y nos olvidamos de que ellos sólo son unos intercesores por nosotros ante el Señor. Y no olvidemos que son intercesores, sí, pero son modelos y ejemplo para nosotros de esa santidad a la que estamos llamados y que tenemos que aprender a ver reflejada en sus vidas.
Como pediremos en la última oración de la Eucaristía que ‘realizando nuestra santidad por la participación en la plenitud de tu amor, pasemos de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino de los cielos’.
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