Filp. 3, 17-4,1;
Sal. 121;
Lc. 16, 1-8
Porque seamos cristianos y Dios nos haya hecho sus hijos no nos arranca de esta vida y de este mundo, porque es aquí donde en el hoy hemos de vivir. Vivimos como ciudadanos de esta ciudad terrena pero sabiendo que somos ciudadanos del cielo, porque somos ciudadanos, por decirlo de alguna manera, del Reino de Dios. Reino de Dios que aquí y ahora en esta ciudad terrena hemos de construir y vivir sabiendo que solo en Dios podemos alcanzarlo en plenitud.
¿De dónde somos? ¿dónde hemos de hacer nuestra vida? Estamos en medio del mundo y las cosas del mundo tenemos que utilizar; son las cosas materiales de las que nos valemos, es todo lo que entra en una relación y trato con los que nos rodean, es la utilización también de unos bienes o medios económicos para nuestro intercambio y como ayuda a nuestro vivir o a nuestro desarrollo y así podríamos pensar en muchas cosas más; pero hemos de tener claro esa ciudadanía, como decíamos antes, del Reino de Dios al que pertenecemos, por lo que no podemos contagiarnos con las cosas y las maldades del mundo. Es más, por esa vivencia del Reino de Dios que impregna nuestra vida hemos de saber utilizarlo con rectitud y siempre para bien.
Podrá parecernos que se nos pone difícil. Es cierto que no es fácil. Es fácil contagiarse de la malicia o de la maldad de lo que nos rodea y aparezcan ambiciones en el corazón que nos manchan y nos pervierten, egoísmos que nos encierren para pensar solo en el bien propio y así muchas cosas. Pero no imposible. Contamos con la fuerza y la gracia de Dios, con la fuerza de su Espíritu que será el que nos guíe, nos preserve del mal y nos haga caminar por caminos de rectitud.
Ya nos ha dicho san Pablo hoy: ‘como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos, hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo… sólo aspiran a cosas terrenas…’ Será entonces la maldad, la perdición, sus pasiones desenfrenadas, el afán desmedido del placer… los que llenen sus vidas. Y detrás de todo esto cuánto mal aparecerá.
La parábola que nos propone Jesús hoy en el evangelio – no hace muchos domingos que la hemos comentado – es un ejemplo de ese mal del que nos valemos para conseguir lo que sea, reflejado por una parte en la mala administración primero y en los sobornos y chanchullos que luego utilizará aquel administrador injusto para cubrirse las espaldas, como se suele decir. La parábola no es una alabanza, por supuesto, de la maldad de aquel administrador injusto, sino su astucia.
¿Seremos astutos nosotros para conseguir el cielo y la gracia del Señor? Ya sabemos cómo nos afanamos en los negocios del mundo, en los intereses materiales y mundanos, y cómo no ponemos el mismo empeño en las cosas de Dios. ‘Ciertamente los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz’, sentencia Jesús al final de la parábola.
Nos recuerda firmemente el apóstol: ‘Nosotros por el contrario somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un salvador…’ Tenemos una fe y una esperanza. El sentido de nuestro vivir tiene que ser otro bien distinto. Esa ciudadanía del cielo, del Reino de Dios, aquí en nuestro mundo tenemos que vivirla pero con la esperanza de la plenitud que en Dios un día encontraremos. No nos desentendemos de este mundo, sino todo lo contrario nos sentimos fuertemente comprometidos en él pero para llenarlo de esos valores del Reino de Dios.
¿Cómo hemos de vivir, entonces? ¿cómo hemos de ganarnos esa plenitud del cielo que nos aguarda? Sólo en la rectitud y la justicia, en el amor y como constructores de paz, en la generosidad del desprendimiento para compartir, en el cumplimiento fiel del mandamiento del Señor podremos alcanzarla. Nos vamos ahora transformando en el amor y un día nos sentiremos totalmente transformados en Dios para la vida en plenitud. ‘El transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo’, que nos sigue diciendo el apóstol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario