Is. 50, 4-7;
Sal. 21;
Lc. 22.14-23, 56
Se dice que el marco de un cuadro o de una pintura nos ayuda a resaltar el valor o la belleza en él reflejado, o que la portada de entrada de un lugar nos puede estar hablando de la grandiosidad que allí podemos encontrar. Se me ocurre pensar que el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor que hoy celebramos para introducirnos en esta Semana Mayor es ese marco o pórtico que nos está haciendo ver y vivir como en adelanto lo que son las celebraciones de estos días que tienen su culminación en el Triduo Pascual con la celebración de la pasión, muerte y resurrección del Señor.
Tiene ya sus aires de gloria en la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén, que nos hace pregustar lo que será el triunfo pleno y definitivo en la resurrección del Señor. Pero al mismo tiempo ya nos deja entrever lo que va a ser la pasión y la cruz donde Cristo ha de subir en su entrega de amor para morir por nuestra salvación. Por eso hoy hemos comenzado leyendo a Isaías en uno de los Cánticos del Siervo de Yahvé y la pasión del Señor, este año según san Lucas.
Vamos subiendo a Jerusalén donde el Hijo del Hombre va a ser entregado, habíamos escuchado anunciar a Jesús. Subir a Jerusalén, una subida porque es una entrega que va como in crescendo (utilizando un lenguaje musical) para llegar a la apoteosis de su entrega en la Cruz y en la resurrección.
Como un anticipo de esa gloria, y parece como si resonaran en nuestros oídos todavía los cánticos de los ángeles en Belén a la gloria de Dios, hemos visto al pueblo sencillo y a los niños aclamando al que viene en el nombre del Señor. Decimos muchas veces entrada triunfal en Jerusalén, pero no son los ejércitos vencedores lo que acompañan al Mesías que entra en la ciudad santa sino que serán los sencillos, los pobres y los niños los que le aclaman; y su montura no será un brioso corcel sino un humilde borrico para que así se cumpliera lo anunciado por el profeta.
Esa es la claridad del marco o la portada porque pronto entramos en el claroscuro de la pasión, de la cruz, de la entrega hasta la muerte, de la culminación de la subida hasta llegar a lo alto del Calvario y de la cruz.
Allí le vamos a reconocer de verdad. Vamos a reconocer a Aquel que tiene el amor extremo de dar su vida por los que ama. ‘¿Quién eres tú?’ hemos escuchado en estos pasados días que los judíos preguntaban a Jesús. Esa pregunta se va a repetir de una forma u otra varias veces a lo largo de la pasión. Será el Sumo Sacerdote y el Sanedrín, será Poncio Pilatos en el Pretorio, o serán algunos en torno a la cruz aunque con diversas intenciones unos y otros.
‘Si tú eres el Mesías, dínoslo… entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?’, son las preguntas ante el Sanedrín. ‘¿Eres tú el rey de los judíos?’ preguntará Pilatos porque quizás le interesa más el aspecto político. ‘Si tú eres el Rey de los judíos… si tú eres el Mesías… sálvate a ti mismo… sálvanos a nosotros…’ dirán los soldados o los malhechores crucificados con El.
Pero también hay respuestas. Ya hemos meditado en otra ocasión que es en la Cruz donde en verdad íbamos a reconocer a Jesús como Hijo de Dios, como nuestro Mesías Salvador y como el mayor amor que pudiéramos encontrar. ‘Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino’, le suplica el malhechor arrepentido que contemplando a Jesús en el mismo suplicio que él sintió la llamada a la conversión. Comprendió todo el Reino de Dios que Jesús había anunciado y ahora, podemos decir, estaba constituyendo. ‘Realmente este hombre era justo’, reconocía por su parte el centurión.
Aunque nos pudiera parecer un cuadro demasiado lleno de sombras por la pasión y muerte que en él estamos contemplando, sin embargo están brillando ya los destellos del Reino de Dios. Van apareciendo esas ráfagas de luz en gente compasiva y llena de misericordia en torno al camino de la cruz sin dejar de ver el fogonazo de luz que es el amor de Jesús que le llevó a tal entrega. Y digo destellos de luz porque por allá aparece como un destello el Cireneo que ayuda a llevar la cruz de Jesús hasta el Calvario. ¿Qué podría sentir aquel hombre en su interior, en principio cogido al azar en las calles de Jerusalén, al tomar sobre sus hombros lo que era la cruz de Cristo con todo su valor de amor y de redención?
Aparecen también las buenas mujeres de Jerusalén que lloran compasivas al paso de Jesús bajo el peso de la Cruz; algunas veces las hemos minusvalorado diciendo que eran las plañideras que lloran siempre por oficio, pero ¿por qué no podemos pensar que lloraban compadecidas de un justo condenado injustamente y llevado al lugar del suplicio? ‘No lloréis por mi, llorad por vosotras y vuestros hijos…’
Allí estuvo, por qué no pensarlo, algún soldado compasivo que le quería hacer beber un poco de vinagre como calmante de su sufrimiento y agonía. Y ya lo hemos mencionado, estaba el malhechor arrepentido, al que se le había movido el corazón a la conversión y pedía estar para siempre en el Reino con Jesús.
Estaban además aquellos ‘conocidos que se mantenían a distancia… y las mujeres que le habían seguido desde Galilea, que miraban atentamente donde lo ponían’ para preparar ungüentos y aromas para venir pasado el sábado a embalsamar debidamente el cuerpo de Jesús, aunque luego ya ser lo encontrarían resucitado.
Y estaba finalmente José de Aritmatea, hombre bueno y justo, que pidió el cadáver de Jesús a Pilatos y facilitó la sábana y el lugar para la sepultura, ‘un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido colocado todavía’.
A través de este hermoso marco o portada que es el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor hemos echado una primera mirada a lo que vamos a encontrar y celebrar. Pero ahora tenemos que entrar, y entrar hasta el fondo, y meternos de lleno en la pasión de Jesús, mirando dónde está nuestro lugar, mirando también cómo vamos a hacer para que caiga sobre nosotros esa sangre redondora de Cristo.
Vamos ir impregnándonos de esos valores del Reino que tanto necesitamos meter en nuestra vida. Lecciones tenemos de donde aprender. Lo importante es que nos pongamos en camino en esta recta final que nos lleva hasta la Pascua. Y no querer ser espectadores que ven pasar un cortejo o contemplar un espectáculo. Es algo que tenemos que vivir intensamente para que al final brille la luz del triunfo de Cristo, la luz de su resurrección en nosotros.
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