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sábado, 30 de enero de 2010

Que no nos hundamos, Señor, en el mar del pecado

2Sam. 12, 1-7.10-17
Sal. 50
Mc. 4, 35-40


‘Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?’ Una súplica casi desde la desesperación. Atravesaban el lago en barca y se levantó una de aquellas tormentas terribles que de vez en cuando azotaban el lago, debido al contraste de vientos entre altas montañas – el Golán y el Hermón en las cercanías - y en la depresión que de por sí tiene el mismo lago. ‘Se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Jesús estaba a popa dormido sobre un almohadón’, dice el evangelio.
‘¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?’, fue la réplica de Jesús después de amainar el lago con su autoridad. ‘Silencio, cállate’. Se había puesto en pie, increpado al viento y dijo al lago.
La autoridad de Jesús también sobre las fuerzas naturales. Es el Hijo de Dios que igual cura a un enfermo, que resucita a un muerto o calma la tempestad. Pero todo es un signo de hondo que Jesús quiere hacer en nuestra vida con su salvación. Nos trae la gracia, el perdón, la vida.
Andamos muchas veces en medio de las turbulencias de las tempestades de la vida. ¿Sabremos acudir al Señor? Pero no son sólo esos problemas ordinarios en los que nos vemos envueltos. Será lucha por caminar con rectitud. Será el esfuerzo por superarnos y vivir el amor que El nos enseña. Pero a veces las turbulencias de las tentaciones están a punto de hundirnos o realmente algunas veces nos hunden. Y cuando caemos por esa pendiente todo se vuelve muy resbaladizo y peligroso.
Hemos escuchado ayer y hoy el relato del libro de Samuel que nos habla del pecado de David. Fueron muchas cosas que se fueron concatenando. Su lujuria que le llevó al adulterio; el intento de sobornar de alguna forma a Urías con regalos para que fuera a cohabitar con su mujer y todo pudiera pasar desapercibido; la maldad de mandar ponerlo en la batalla en lugar peligroso para que pereciera… Qué resbaladizo es el camino de la tentación y del pecado. Nos metemos en esa turbulencia y no sabemos cómo salir. Y luego hasta queremos justificarnos y decir que estábamos solos.
Hoy hemos escuchado cómo el profeta se encara con David y le hace reconocer su pecado con aquella sencilla parábola. Llegó a él la Palabra del Señor a través del profeta y supo reconocer su pecado. Pidió piedad al Señor. El salmo 50 que hemos recitado ayer y hoy es atribuido a David como confesión de su pecado.
Como los discípulos que iban en la barca junto a Jesús en medio de la tormenta y les parecía que Jesús se desentendía de ellos, así andamos a veces en la vida nosotros. Pero el Señor está ahí. Basta que lo invoquemos cuando llega el momento difícil de la tentación. El hará siempre que se calme esa tormenta que nos puede hundir. Pero tenemos que decirle en verdad y con todo sentido eso que ya decimos en el padrenuestro pero que lo decimos tan corriendo que no caemos en la cuenta de lo que decimos. ‘No nos dejes caer en la tentación… líbranos del mal’.
No temamos mientras vamos por el embravecido mar de la vida en medio de tantas turbulencias. El Señor está con nosotros. El nos hará llegar a la otra orilla sanos y salvos. Con el podemos vivir la santidad a la que estamos llamados.

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