2Sam. 7, 4-17
Sal. 88
Mc. 4, 1-20
Sal. 88
Mc. 4, 1-20
‘¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella?’ David había mostrado deseos de construir un templo para el Señor. En principio el profeta se lo había aprobado, pero ahora recibe una palabra del Señor para David que le comunica. Será otro, su hijo Salomón, el construya el templo del Señor, pero ahora Dios quiere hacerse presente y habitar de otra manera en medio de su pueblo. El Señor va darles paz en medio de los pueblos vecinos, va a hacer grande el nombre de Israel y va a consolidar el trono de David.
‘Te pondré en paz con todos tus enemigos, te haré grande y te daré una dinastía… tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu reino durará para siempre…’ son las palabras proféticas y de esperanza del Señor a través del profeta.
En el orden humano la dinastía de David acabará, pero estas palabras tienen un claro anuncio mesiánico. No olvidemos que cuando el ángel del Señor le anuncia a María el nacimiento de Jesús le dice: ‘El será grande, será llamado Hijo del Altísimo: el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin…’
¿Cuál es el templo que hemos de construirle al Señor? ¿Será un templo material, un edificio terreno o será nuestro corazón y nuestra vida la que tiene que ser un templo agradable al Señor? Podemos recordar por una parte cuando Jesús hablaba del templo de su cuerpo, cuando lo de la expulsión de los vendedores del templo, con lo que venía a decirnos que El es el verdadero templo de Dios, ya que en El se nos está manifestando el mismo Dios. Lo relacionamos con lo anunciado por el profeta que le hablaban de que la casa y el reino de David iban a durar para siempre, en clara referencia a Jesús.
Y podemos recordar que nosotros hemos sido ungidos en nuestro bautismo para ser morada de Dios y templo del Espíritu. Lo que nos está hablando de nuestra dignidad grande que se nos ha concedido por nuestra unión con Jesús. El profeta le decía a David ‘te pondré en paz con todos tus enemigos y te haré grande y te daré una dinastía…’, lo cual ya nos está indicando cómo ha de ser nuestra vida con una santidad en consonancia con esa dignidad de hijos de Dios.
Finalmente si el profeta le anunciaba un reino que duraría para siempre y eso es lo que luego el ángel va a repetir de alguna forma en el anuncio a María del nacimiento de Jesús, hoy hemos escuchado en el Evangelio cómo Jesús con parábolas nos enseña cómo ha de ser ese Reino de Dios y las actitudes que tiene que haber en nuestro corazón para acogerlo.
‘Les enseñó mucho rato en parábolas, como solía enseñar’, nos dice Marcos. Y la primera parábola que nos propone es la parábola del sembrador. ¿Será necesario repetirla ahora? No nos hace daño, sino todo lo contrario, que una y otra vez la leamos, la escuchemos allá en lo más hondo de nosotros mismos, porque muchas veces esa actitud en la que damos por sabida ya una Palabra que se nos proclama nos está indicando que piedras o qué abrojos estamos poniendo en la tierra de nuestro corazón y que nos impedirán que podamos dar el fruto que se nos pide.
Esa necesaria actitud positiva, esa apertura de nuestro corazón, ese dejar a un lado todas esas cosas que nos puedan impedir escuchar con atención y sinceridad la Palabra que se nos proclama para que en verdad seamos esa buena tierra en la que caiga la semilla, son posturas y actitudes que hemos de tener en la escucha de la Palabra. Así podremos ir construyendo ese Reino de Dios en nosotros y haciéndolo presente en nuestro mundo. Así seremos ese templo digno y preparado para el Señor y todo nuestra vida sea un culto agradable a Dios.
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