2Tim. 1, 1-9
Sal. 95
Lc. 10, 1-9
Sal. 95
Lc. 10, 1-9
Si ayer celebrábamos la fiesta de la conversión de san Pablo, hoy celebramos la memoria de dos discípulos queridos de Pablo, Timoteo y Tito, y a los que dirige cartas que conservamos en el canon del Nuevo Testamento.
Timoteo, que procedía de Listra, hijo de padre griego y madre judía, acompañó a Pablo desde su segundo viaje y estuvo con él como compañero inseparable y a quien le confió misiones importantes. En más de una ocasión compartió hasta prisión con el apóstol que en la carta a los Filipenses da un precioso testimonio llamándolo su hijo muy querido. Esta segunda carta de la que hoy escuchamos los primeros párrafos fue escrita estando Pablo en prisión, y ya probablemente Timoteo al frente de la Iglesia de Éfeso.
Tito, de origen pagano, fue convertido a la fe por Pablo, que lo llama verdadero hijo en la fe común, y también acompañó a Pablo y que le confía diversas misiones y que la tradición nos lo sitúa al frente de la comunidad de Creta cuando le escribe la carta.
Hemos leído, como decíamos, los primeros párrafos de la segunda carta a Timoteo, donde vemos que el apóstol se hace todo elogios de la fe de Timoteo, así como la de su madre Eunice y su abuela Loida. ‘Guardo el recuerdo de la sinceridad de tu fe’, le dice el apóstol. Y después de recordarle que ‘Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de ponderación’, le invita a la fidelidad ‘con la confianza puesta en el poder del Señor’, y continuará diciéndole ‘no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor…, sino toma parte en los duros trabajos del evangelio según la fuerza que Dios te dé’. ¿Dónde nace esa confianza y esa fortaleza? ‘Dios nos ha salvado y nos ha dado una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia voluntad y por la gracia que nos ha sido dada desde la eternidad en Jesucristo’.
Podemos escuchar esa invitación como dicha a nosotros. Invitación a la fidelidad, a dar testimonio, a mantenernos firmes en nuestra fe y en nuestro amor. No nos faltará la gracia del Señor. El ha prometido estar con nosotros hasta el final de los tiempos, nos concede el don de su Espíritu, que es Espíritu de fortaleza. La gracia del Señor nos acompaña. Muchos serán los embates de las tentaciones o de un mundo adverso, pero nuestra fortaleza está en el Señor.
Ese testimonio de nuestra fe que hemos de dar cada día hasta en las cosas más pequeñas. Ese testimonio de nuestra fe que se traduce en paciencia en las adversidades, en detalles sencillos de amor y de amistad con los que nos rodean, en una palabra buena y alentadora para el que está a nuestro lado y quizá está pasando por una mala situación.
Tenemos tantas ocasiones de mostrar nuestra fe, de dar testimonio de que Dios lo es todo para nosotros. Un testimonio de nuestra fe que daremos también con la manifestación de nuestra religiosidad de una forma sencilla pero convencida. Un testimonio con nuestra oración que hemos de saber hacer no solo por nosotros sino también por los demás, por aquellos que más lo necesiten.
En el evangelio hemos escuchado el envío de los discípulos a anunciar la Buena Nueva del Reino y a llevar la paz. Sintámonos enviados nosotros también con ese testimonio de creyentes que damos a nuestro mundo. Pero invita el Señor a que oremos para que el dueño de la mies envíe operarios a su mies, porque es abundante y los obreros pocos. Bien sabemos que la oración por las vocaciones ha de estar siempre muy presente en nuestro corazón. Una oración que hacemos acompañada con el ofrecimiento de nuestra vida, de nuestros sufrimientos y debilidades. Todo eso que es nuestra vida, en la precariedad y debilidad de los muchos años, no es algo inútil sino muy valioso si sabemos hacer ofrenda de nuestra vida al Señor. Seamos capaces de ofrecer todo eso en oración por las vocaciones.
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