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jueves, 3 de septiembre de 2009

La gente sigue ansiosa de oír la Palabra de Dios…

Col. 1, 9-14
Sal. 97
Lc. 5, 1-11


‘La gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios’. No estaban ahora en la sinagoga, como lo habíamos visto anteriormente en Nazaret, en Cafarnaún o por los sinagogas de Judea. Estaban junto al lago y allí se reúne también la gente porque quieren escuchar la Palabra de Dios. Ansia de la Palabra de Dios. ‘Y Jesús subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la aparta un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente’.
¿Será así cómo nosotros la deseamos y buscamos la manera de encontrarnos con el Señor? Todo lugar es bueno para escuchar a Dios: nuestras celebraciones, en lo secreto de nuestra habitación, en un momento de relax o también en momentos turbulentos, cuando estamos en casa o cuando vamos de viaje. Lo necesario es tener esa hambre de la Palabra de Dios.
Como Jesús la Iglesia tiene también que aprovechar cualquier oportunidad para hacer el anuncio de la Palabra de Dios. No podemos esperar que la gente venga a nuestros templos, sino que tenemos que emplear los medios a nuestro alcance para hacer el anuncio del Evangelio. Por estas redes del ciberespacio te está llegando ahora este mensaje de la Palabra de Dios. Aprovéchalo, pero hazte transmisor para que llegue también a otros. Igual que nos pasamos tantas cadenas que nos llegan a nuestro correo, pasa también el mensaje de la Palabra, señala a tus amigos donde pueden encontrarla.
Pero destacamos algo más de este texto del evangelio que hemos comenzado a comentar. Destacaríamos la fe y la confianza de Pedro. Ha estado toda la noche intentando pescar, pero ha sido uno de esos días en que parece que los peces han desaparecido. Bien lo saben los pescadores. Y ahora Jesús le dice que eche de nuevo las redes para pescar. El sabe lo que hay, está su experiencia, pero se fía de Jesús. ‘Maestro nos hemos pasado toda la noche bregando y no hemos cogido nada, pero, por tu palabra, echaré las redes’.
Y la redada fue grande. Y ‘el asombro se apoderó de él y de los que estaban con él’. Asombrarnos y sorprendernos ante las maravillas de Dios. Tenemos que hacerlo. No nos podemos acostumbrar. Nos hemos de buscar otras explicaciones con nuestros razonamientos. Ver la acción de Dios que actúa maravillosamente tantas veces en nuestra vida. Pero porque también nosotros hemos sabido confiar.
También hemos sabido decir ‘por tu palabra, en tu nombre…’ emprendo la tarea, te ofrezco el día que comienza, no temo ante las dificultades de lo que pueda suceder. Hemos de saber hacer la ofrenda de nuestra voluntad y de nuestra vida en ese ofrecimiento de obras que hacemos cada día cuando nos levantamos. No por nosotros, sino por ti, en tu nombre y para tu gloria inicio este día, emprendo esta tarea, me comprometo con tus obras, Señor.
Y ante el asombro de las maravillas de Dios que estaba contemplando se sintió pequeño y pecador. ‘¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador!’, exclama Pedro. Ante Dios así nos sentimos. Nos recuerda el episodio del profeta Isaías cuando contempla la gloria de Dios y se siente pecador y hombre de labios impuros. Teme morir, pero el ángel del Señor con las ascuas tomadas del fuego que ardía en la presencia de Dios, le purifica.
‘Apártate de mí’, le dice Pedro, pero nosotros no se lo vamos a decir así, sino le vamos a pedir que venga a nosotros aunque seamos pecadores, o porque somos pecadores. Necesitamos de su misericordia y de su perdón. Como hacemos cada vez que iniciamos la Eucaristía, que ante el Misterio al que nos vamos a acercar para celebrar, nos sentimos pecadores y le pedimos al Señor que nos purifique.
‘No temas, desde ahora será pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron’. Aquello que habían vivido no se podía quedar en el secreto de aquella barca. Esa buena noticia hay que comunicarla a los demás. ‘Seréis pescadores de hombres…’ tenéis que ir a contar todo eso de lo que os habéis asombrado; esa palabra que habéis escuchado allá en vuestro corazón, ahí no se puede quedar encerrada y hay que ir a comunicarla a los demás; todo eso que has experimentado en ti cuando te has sentido amado por Dios, perdonado generosamente por El, tienes que contarlo a los demás para que ellos descubran también cuánto los ama el Señor.

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