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domingo, 17 de mayo de 2009

Todo es cuestión de amor, y ¡de qué amor!


Hechos, 10, 25-26.34-35.44-48
Sal. 97
1Jn. 4, 7-10
Jn. 15, 9-17



Todo es cuestión de amor, y ¡de qué amor!, tendríamos que reconocer como a manera de resumen del mensaje de la Palabra de Dios escuchada hoy.
Quizá podríamos pensar preguntándonos – algunos se lo preguntan – si el amor puede ser un mandamiento y un mandato, algo que hay que hacer por imperativo o por ley. Todo lo que nos suena a mandamiento, nos suena a imposición, y ante aquello que nos quieren imponer una primera reacción es de rechazo o de cierta rebeldía. Queremos defender nuestra libertad o lo que entendemos por nuestra libertad y rechazamos todo lo que nos suene a imposición. Y es que lo que hoy hemos escuchado en el evangelio es que Jesús nos da un mandato y ese mandato será el del amor. Con lo que empezamos a hacernos nuestros razonamientos para decir que en el amor no puede haber mandato ni obligación. Amo a quien quiero y no porque nos lo impongan, decimos.
Pero, ¿es así que el mandamiento del amor nos condiciona, nos coarta o se convierte en una dependencia no querida? Tendríamos que leer o escuchar con detenimiento todo lo que nos dice la Palabra proclamada.
Nos habla Jesús del amor del Padre con el que El se siente amado y que es fuente del amor con que nos ama. 'Como el Padre me ha amado, así os he amado yo...' Y nos dice: ‘Permaneced en mi amor’. ¿Qué significa ese permanecer en el amor? Yo diría, primero que nada saborear un amor como el que Señor nos tiene. Saborear es sentirnos amados, gozarnos en su amor, vivir esa experiencia desde lo más hondo del alma. Es como un torrente que parte del Padre, se manifiesta en Jesús y llega a nosotros. Jesús, podríamos decir, nos sirve de cauce para que llegue a nosotros el amor del Padre.
Por eso san Juan en su carta nos dirá: ‘el amor consiste, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero y nos envió a su Hijo’. Se manifiesta ese amor del Padre en que Dios envía a su Hijo al mundo, no para condenarlo sino para salvarlo. Dios envió a su Hijo al mundo para que vivamos por medio de El. Así pues, permanezcamos en su amor, o lo que es lo mismo, amemos nosotros con un amor así.
Y le da una sublimidad hasta entonces desconocida al amor. Amar significa haber nacido de Dios. ‘El que ama ha nacido de Dios’. El amor le da un toque divino a nuestra vida. Nos eleva de tal manera que nos hace parecernos a Dios. Sí, amando, nos parecemos a Dios, ‘porque Dios es Amor’.
Surge entonces lo que decíamos: el mandamiento que nos deja Jesús. Un mandamiento que nos sirve para destacar, para subrayar lo que ha de ser el verdadero amor. Porque no se trata de un amor cualquiera. Tiene que ser un amor a la manera del amor de Jesús. ‘Como yo os he amado’. Y ¡ojo!, que El nos ha amado con un amor como con el que el Padre lo amó a El. Es mandamiento, pero no es una imposición. Es para que aprendamos a hacer una oblación de nuestra vida – amor es oblación, donación y entrega – como la que hizo Jesús. Con el mandamiento Jesús lo que nos está diciendo es la altura y sublimidad que tiene que tener nuestro amor si queremos ser discípulos suyos.
Es por eso por lo que podemos decir que Jesús nos mira ya de otra manera. ‘A vosotros os llamo amigos’, nos dice. Amigos, amados, y ¡de qué manera!, con el amor más grande, el amor del que se da hasta el final, del que se da totalmente sin reservarse nada. Por no reservarse no se reserva ni su propia vida, porque la entrega por nosotros. ‘Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos’. Y es lo que hizo Jesús.
Es, entonces, la sublimidad con que nosotros hemos de vivir el amor. Y es que no puede ser de otra manera cuando uno se siente querido y amado de Dios con un amor como con el que El nos ama. Un amor que nos llena de dicha y de felicidad, nos lleva a la plenitud. ‘Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud’. Hemos de reconocer que tendríamos que ser los hombres y mujeres más felices del mundo. Y cuando amamos con un amor así es cuando podemos hacer felices de verdad a los demás, cómo iremos transformando nuestro mundo.
Intenta cada día ir poniendo un amor así, como el que nos enseña Jesús, en cada una de esas personas con las que convives, con las que te cruzas en los caminos de la vida. Ya sé que no es fácil, pero no por eso hemos de dejar de intentarlo. Además no lo vamos a hacer por nosotros mismos o por nuestras fuerzas, sino que tiene que brotar casi espontáneamente de esa experiencia que nosotros vivimos del amor que Dios nos tiene.
Os confieso que algunas veces no sé que pensar cuando uno ve tanta gente amargada alrededor, que caminan como fantasmas, pues esa amargura que han dejado meter en su corazón les llena de negrura y de muerte. No saben amar, guardan el odio y el rencor en su corazón, y a la larga sufren porque no saben perdonar, no son generosos y se guardan tanto para si que se guardan hasta el rencor, la envidia, el orgullo y no sé cuantas cosas y al final no saben ser felices.
Amemos contagiando de amor a los demás y haremos un mundo más feliz y mejor. Tendría que ser algo que surgiera espontáneo de un corazón generoso que se siente amado. Mira, sin embargo, cómo somos que para que lo hagamos tendrá que mandárnoslo el Señor.

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