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miércoles, 20 de mayo de 2009

El Espíritu de la verdad que nos haga conocer a Dios

Hechos, 17, 15. 22-18, 1
Sal. 148
Jn. 16, 12-15

Continuamos siguiendo el segundo viaje apostólico de san Pablo. Ahora llega Pablo a Atenas, ciudad de la cultura y de las artes, ciudad de los pensadores y de los filósofos; bella ciudad llena de monumentos rebosantes de arte. Una ciudad griega, en consecuencia gentil para un judío, y llena de templos a todos los dioses, pues no olvidemos que son politeístas teniendo infinidad de dioses de todo tipo.
Pasea Pablo por el Areópago, que era como el centro de la ciudad donde todos confluían, pues allí estaban los filósofos enseñando sus doctrinas a todo el que quisiera oírles; en su entorno estaban los diferentes templos a todos los dioses, y era algo así como el mercado adonde todos acudían y donde todo se compraba y se vendía.
Se encuentra Pablo con un altar dedicado al ‘dios desconocido’ y eso le da pie para su discurso en medio de aquel variopinto mercado de oyentes y paseantes. Aprovecha Pablo la ocasión para hacer el anuncio del Evangelio. ‘Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo: el Dios que hizo el mundo y lo que contiene. El es el Señor del cielo y tierra…’ Parte del Dios creador, infinito y todopoderoso, que todo lo ha creado y todo lo llena con su inmensidad, que no necesita de ‘templos contraídos por hombres’. El Dios que no necesita ser representado ‘en imágenes de oro o de plata o de piedra, esculpidas por la destreza y la fantasía de un hombre’.
Es el Dios que tenemos que buscar ‘a ver si, al menos a tientas, lo encontráis…’ pero que es el Dios que podemos encontrar no solo en toda la obra de la creación – ‘los cielos y la tierra están llenos de tu gloria’, que dijimos en el salmo – sino también en nosotros mismos allá en lo hondo del corazón porque El quiere habitar en nosotros, ‘pues en El vivimos, nos movemos y existimos…’
Llega Pablo a anunciarles la conversión para aceptar a aquel que es el rostro amoroso de Dios y que ha venido a traernos la salvación y que por nosotros murió y resucitó. ‘Ha dado prueba de esto resucitándolo de entre los muertos’.
Claro que cuando oyen hablar de resurrección aquellos filósofos escépticos poco menos que se ríen de él – había muchas corrientes contradictorias en la filosofía de aquel entonces como ahora – y le dicen ‘De esto te oiremos hablar en otra ocasión’. Solamente un pequeño grupo aceptó la palabra de Pablo y se le adhirieron. ‘Algunos se le juntaron y creyeron, entre ellos Dionisio el areopagita, una mujer llamada Damaris y algunos más’. A continuación nos dice el autor de los Hechos de los Apóstoles: ‘Después de esto, dejó Atenas y se fue a Corinto’. No se vuelve a oír hablar de Atenas en el nuevo Testamento.
Un altar al dios desconocido se encontró san Pablo en Atenas. ¿Será para nosotros también Dios un dios desconocido? Aunque nos llamemos creyentes y cristianos hemos de reconocer que algunas veces en nuestra fe actuamos como si se tratara igualmente de un Dios desconocido. Nos quedamos como atascados ante el misterio de Dios, y no vamos más allá para conocerle y para sentirle en nosotros y en nuestra vida.
Sin embargo, nosotros tenemos a Jesús que viene a revelarnos el Misterio de Dios. ‘Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se le quiere revelar…’ Y Cristo ha venido para eso, para mostrarnos el rostro de Dios que es rostro de amor porque Dios es Amor. Nos cuesta a veces llegar a penetrar en esa inmensidad de Dios o de sentirlo en nuestro corazón. Pero Jesús que nos habla de Dios y nos revela al Padre nos da su Espíritu para que nos conduzca hasta la verdad plena de Dios. Lo estamos escuchando en el evangelio en estos días, el Paráclito, el Defensor, el Espíritu de la Verdad que enviará desde el Padre. ‘Ahora, cuando venga El, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena’, le hemos escuchado hoy decir a Jesús.
Que nos envíe su Espíritu, sí, que nos conduzca a la verdad plena porque nos llene de Dios, nos inunde con la vida de Dios que nos hace hijos y que nos permite llamar a Dios Padre; que venga el Espíritu de la Verdad, que gima en nuestro interior para que nos enseñe a orar de verdad; que nos inunde el Espíritu de la Verdad, porque sólo ‘con el Espíritu podemos decir Jesús es Señor’.
Es nuestra súplica y nuestra oración.

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