Hechos, 18, 9-18
Sal. 46
Jn. 16, 20-23
Sal. 46
Jn. 16, 20-23
¡Dónde encuentra su fuerza el apóstol para anunciar con constancia y sin cansancio la Palabra de Dios una y otra vez a pesar de las dificultades, los contratiempos, y hasta la oposición que pueda encontrar? Si nos fijamos el recorrido apostólico del apóstol Pablo a quien hemos seguido en las últimas semanas en la lectura de los Hechos de los Apóstoles vemos que su tarea no fue fácil, no sólo por las distancias que tuvo que recorrer de un lado para otro, sino también por la oposición que en muchos lugares se encontraba, y hasta las persecuciones, cárceles y vituperios de todo tipo que tuvo que sufrir.
Hoy lo contemplamos en Corinto, a donde había llegado procedente de Atenas y donde estaría largo tiempo. Y como nos dice el texto sagrado ‘estando Pablo en Corinto, durante la noche le dijo el Señor en una visión: No temas, sigue hablando y no te calles, que yo estoy contigo y nadie se atreverá a hacerte daño; muchos de esta ciudad son pueblo mío’.
Ahí está su fuerza, en el Señor. Ya nos prometió que estaría con nosotros hasta la consumación de los siglos. Pero además como hemos venido escuchando el promete que nos enviará al Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad que nos lo enseñará todo, el Espíritu que pondrá palabras en nuestros labios y fuerza en nuestro corazón para ser testigos, para dar testimonio de nuestra fe.
Lo que siente el Apóstol y le impulsa al anuncio del evangelio es lo que hemos de sentir cada uno de nosotros en esa lucha de superación de cada día, en ese testimonio de nuestra fe que hemos de dar en todo momento, en ese trabajo que hacemos por los demás, en ese cumplimiento fiel de nuestras responsabilidades vividas además desde la óptica de la y desde el compromiso que tenemos con Jesús. Ahí, en nuestra vida y con nuestra vida, hemos de dar nuestro testimonio, hemos de manifestarnos siempre como testigos.
Nos costará, tendremos dificultades y hasta encontraremos oposición cuando no incluso que nos puedan vituperar a causa de nuestra fe. Pero sabemos quien está con nosotros y estando la fuerza del Espíritu de Jesús en nuestro corazón, ¿quién podrá contra nosotros? Y aún en esos momentos hemos de manifestar la alegría de nuestra fe, la alegría de ser unos seguidores de Jesús y que incluso podamos padecer por su nombre. Los apóstoles salían contentos de la presencia del Sanedrín a pesar de los castigos que sufrían o de las prohibiciones que trataban de imponerles.
De esa alegría nos habla Jesús en el Evangelio. Sabemos las circunstancias en que fueron pronunciadas estas palabras. Era la última cena y se avecinaba toda la pasión del Señor, y los discípulos vislumbraban que algo iba a pasar. Jesús les habla de su marcha junto al Padre, lo cual aumentaba la tristeza de la separación. Pero Jesús les invita a la alegría que nace de la fe y de la esperanza. Porque cuando esperamos algo bueno no nos importa pasar lo que sea con tal de llegar a esa alegría y plenitud final.
‘Vosotros estaréis tristes pero vuestra tristeza se convertirá en alegría… volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría…’ Jesús viene a estar con nosotros. Los discípulos lo experimentaron después de la resurrección, de manera que incluso ya no era necesario ni preguntarle quien era porque ellos sabían muy bien que era El, como se nos dice cuando ser manifiesta junto al lago de Galilea. Nosotros por la fe lo podemos sentir siempre en nuestra corazón y nuestra vida y El nunca nos fallará.
Vivamos esa alegría de la fe. Recordamos que los mártires incluso cuando eran conducidos al martirio, a las fieras o a las tormentos iban cantando la gloria de Dios. Que así cantemos nosotros esa gloria del Señor con nuestra vida en todo momento cualquiera que sea nuestra situación
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