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domingo, 24 de mayo de 2009

La ascensión de Jesús nuestra victoria y nuestro compromiso por el Reino


Hechos, 1, 1-11;
Sal. 46
Ef. 1, 17-23;
Mc. 16, 15-20

‘Jesús, el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos…’
No podemos menos que comenzar con estas palabras del prefacio, que resumen todo el sentido de esta fiesta de la Ascensión del Señor. Es el Señor, el Rey de la gloria, el vencedor del pecado y de la muerte, el Pontífice y Sacerdote eterno, el mediador entre Dios y los hombres, el que está sentado a la derecha del Padre, como confesamos en el Credo, el que ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Nos quedamos extasiados mirando al cielo, como los discípulos en el momento de la Ascensión – ‘¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?’, les dijeron los ángeles a los apóstoles en el monte de la Ascensión –, porque de alguna manera nosotros también queremos ascender, sentimos que su victoria es el principio de ‘nuestra victoria, y donde nos ha precedido El, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo’. Pero al mismo tiempo nos sentimos enviados porque el mensaje de la Ascensión también tenemos que llevarlo a los hombres nuestros hermanos.
Es lo que nos confía Jesús en el momento de su Ascensión. Se ha de cumplir primero en nosotros lo que era su promesa, para luego sentirnos enviados. ‘No os alejéis de Jerusalén, aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que os he hablado… vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo’. Y luego les dice, nos dice: ‘Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo… id al mundo entero y proclamad la Buena Nueva de la salvación, el Evangelio, a toda la creación…’
Tenemos antes que nada quedarnos como los discípulos en Jerusalén, en el Cenáculo, en la espera del cumplimiento de la promesa del Padre. Tenemos que dejarnos llenar de su Espíritu para poder sentirnos en verdad enviados e ir con su fuerza. Ese momento de Cenáculo, ese momento de oración que nos trasciende y nos abre a Dios es algo que necesitamos saber hacer. Porque no vamos a anunciarnos a nosotros mismos sino la salvación que Jesús nos da. ¡Qué importante es la oración en la vida del cristiano! ¡Qué importante que sepamos abrir nuestra vida y nuestro corazón para llenarnos de Dios, para llenarnos de su Espíritu!
Vendrá, sí, el Espíritu, si nos dejamos inundar por El y para eso hemos de ser corazón abierto, que nos levantará también a nosotros haciéndonos ascender en nuestra vida, porque nos dará una vida distinta. Vendrá el Espíritu que nos ungirá con su fuerza y su poder para llenarnos de la vida de Dios. Vendrá el Espíritu que nos asemejará a Jesús, nos configurará con El, nos hará una cosa con El para tener su misma vida y misión. Y la misión será llevar esa Buena Noticia de la salvación que nos levanta, que nos dignifica y nos hace grandes, que nos llena de vida y dará nueva vida al mundo, que nos transformará a nosotros y transformará también a los demás. ‘El que crea y se bautice se salvará…’, les dice Jesús.
Celebrar la fiesta de la Ascensión nos convierte en mensajeros de esperanza. Nos hace testigos en medio del mundo con nuestra vida en virtud de la fuerza del Espíritu del Señor que está en nosotros. Esperanza para nosotros de alcanzar esa salvación y esperanza para nuestro mundo tan necesitado de esperanza.
Cuando decimos que creemos en Jesús es que en él ponemos toda nuestra esperanza de salvación para nosotros y para nuestro mundo. Salvación que nos hace trascender para pensar en la vida eterna, pero salvación que vamos empezando a vivir ahora aquí cuando vamos llenando nuestro mundo de los valores del Reino de Dios.
Valores que tienen que resplandecer en nosotros: en nuestro amor, en nuestro deseo de bien y de verdad, en nuestro compromiso por los demás, en la alegría y en la paz que llevamos en nuestro corazón y con la que queremos contagiar a los que nos rodean. Somos testigos de esos valores y queremos que cada día resplandezcan un poco más en ese mundo que nos rodea tan lleno de desamor, de mentira y falsedad, tan insolidario muchas veces y tan egoísta, tan lleno de violencias de todo tipo y tan carente de justicia y de paz. Y ahí está nuestro compromiso. Sembrar esa buena semilla de los valores del Reino y saber avivar también cuanto de bueno haya en el corazón de los demás que son también semillas del Reino. Y para eso tenemos la fuerza del Espíritu de Jesús en nuestro corazón.
Por eso no nos quedamos parados simplemente mirando al cielo sino que recogemos el testigo que Cristo pone en nuestra manos para continuar su misión. Que se nos dé ‘el espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo… que se iluminen los ojos de nuestro corazón para comprender cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál es la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál es la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que creemos…’
Una esperanza viva tiene que surgir en nuestro corazón. Una esperanza viva y una esperanza comprometida porque tenemos que llevarla a los demás. Somos mensajeros del Reino. Somos testigos de una Salvación. Somos portadores de Evangelio, de Buena Noticia para los demás. Que lo seamos con nuestra palabra. Que lo seamos con nuestra vida. Que claramente anunciemos a Jesús como nuestro único Salvador a toda la creación.

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