Hechos, 19, 1-8
Sal. 67
Jn. 16, 29-33
Sal. 67
Jn. 16, 29-33
‘Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo’, fue la respuesta de los discípulos de Éfeso a la pregunta de Pablo ‘¿Recibisteis el Espíritu Santo al abrazar la fe?’
Pablo en su cuarto viaje apostólico atravesando Galacia y Frigia llega a Éfeso. Hay un grupo de discípulos, que sólo conocen el Bautismo de Juan. Como Apolo a quien hemos visto evangelizar por Priscila y Aquila. Ahora Pablo explica a estos discípulos que el bautismo de Juan era un bautismo de conversión como preparación a la llegada de Jesús. Les anuncia a Jesús, ellos creen y se bautizan; Pablo les impone las manos y ’bajó sobre ellos el Espíritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas y profetizar’.
Quizá muchos cristianos hoy también tenga una respuesta parecida a la de aquellos discípulos de Éfeso. No conocen al Espíritu Santo. Para algunos quizá es una devoción más como la que se puede tener a cualquier santo que sea popular o ‘esté de moda’. Para un cristiano verdadero el Espíritu Santo no es una devoción más. Es la tercera persona de la Santísima Trinidad, y nosotros creemos en Dios, en el misterio de la Santísima Trinidad como esencial en nuestra fe. Tendríamos que tener un conocimiento mayor de la fe que profesamos, para que demos razón verdadera de nuestra fe y de nuestra esperanza.
Estamos en la última semana de Pascua que desemboca en la fiesta grande del Espíritu Santo, la solemnidad de Pentecostés con la que culminamos todo nuestro recorrido pascual desde la resurrección del Señor. Y nosotros tendríamos que estar esta semana como los apóstoles y discípulos que estaban reunidos en el Cenáculo con María, la Madre de Jesús, en la espera del cumplimiento de la promesa del Padre de la que nos habló Jesús.
La Palabra de Dios que hemos venido escuchando ya en estos últimos días nos ha ido haciendo el anuncio de la venida del Espíritu Santo, y así lo seguiremos escuchando durante toda esta semana para prepararnos debidamente a esta gran fiesta del Espíritu Santo que es Pentecostés, donde no sólo vamos a recordar la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, sino que vamos a vivirlo en nuestras vidas sintiendo cómo actúa en nosotros, cómo llena e inunda nuestra vida, cómo está presente en nosotros y en la vida de la Iglesia.
La oración litúrgica de cada día será una invocación al Espíritu Santo para así ir dejando sentir en nosotros su fuerza y su gracia. Hoy hemos pedido ‘que podamos cumplir fielmente su voluntad y demos testimonio de ti con nuestras obras’. Es el Espíritu divino el que nos ayuda a descubrir lo que es la voluntad de Dios, pero también el que nos fortalece para que podamos cumplirla. Es el que está en nosotros para fortalecernos en el testimonio que tenemos que dar en nuestra vida.
En el evangelio hemos seguido escuchando a Jesús en sus palabras con los discípulos en la ‘sobremesa’ de la Última Cena. Les anuncia hoy cómo se van a dispersar y dejarlo solo. ‘Está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo’. Una referencia a lo que pocos momentos después va a suceder. Con el prendimiento de Jesús en el Huerto todos lo abandonaron y huyeron.
Pero Jesús no se siente solo. ‘Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo’. Aunque en aquellos momentos difíciles en Getsemaní El clame: ‘Padre, que pase de mi este cáliz…’ Aunque en la cruz grite: ‘¡Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?’ El no se siente solo, en las manos del Padre pondrá su vida y esas serán las últimas palabras: ‘Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu’.
Y Jesús nos previene porque tendremos luchas y dificultades para cumplir su voluntad, para vivir nuestra vida cristiana, para dar nuestro testimonio. Pero nos dice que no temamos. ‘En el mundo tendréis luchas, pero tened valor: Yo he vencido al mundo’. Cuando va a comenzar a suceder lo que aparentemente a los ojos del mundo pudiera parecer una derrota, Jesús nos dice que es una victoria. ‘Yo he vencido al mundo’. Y para eso nos habla y nos lo cuenta todo. ‘Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mi’.
Pidamos, sí, que venga el Espíritu Santo y nos dé esa paz, nos de esa certeza de la victoria. Ayer decíamos que la victoria de Cristo cuando lo contemplábamos en su Ascensión, es nuestra victoria. Que El sea nuestra fuerza para cumplir su voluntad, para dar testimonio con nuestras obras, para llenarnos de su paz. Que venga su Espíritu sobre nosotros.
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