Hechos, 20, 17-27
Sal. 67
Jn. 17, 1-11
Sal. 67
Jn. 17, 1-11
‘Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que Tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a lo que le confiaste…’
He llegado la hora… Es el comienzo de la llamada oración sacerdotal de Jesús en la última cena. En el evangelio de Juan se repite esta expresión. Cuando María le pide a Jesús su intervención en la bodas de Caná ‘porque no tienen vino’, la respuesta de Jesús fue ‘aún no ha llegado mi hora…’ aunque al final realiza el signo.
Pero cuando se va acercando el momento de su pasión vuelve a aparecer la expresión. Fue ya después de la entrada de Jesús en Jerusalén. Hablaba Jesús a las gentes en el templo. Siente la inminencia de todo lo que va a suceder y casi como un adelanto de lo que sería su agonía en el Huerto de Getsemaní Jesús exclama: ‘Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre… Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre’.
Será cuando el evangelista Juan comience el relato de la Última Cena cuando de nuevo volverá a aparecer la expresión. ‘Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo…’ Es el comienzo de la pasión y de la entrega. Es la hora del amor. Es la hora en que Cristo será glorificado para que también se manifieste la gloria de Dios. La pasión de Cristo en la cruz es la hora de la gloria, aunque para el no creyente pudiera parecer un sin sentido.
Es la hora en que Cristo nos va a dar vida eterna. ‘…dé la vida eterna a los que Tú me diste…’ Y ¿en qué consiste esa vida eterna? ‘Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo’. El conocimiento de Dios Padre y nuestra fe en Jesús. ‘Yo les he comunicado las palabras que Tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de Ti, y han creído que Tú me has enviado’.
Es lo que Pablo predica y anuncia, como hemos escuchado en el texto de los Hechos de los Apóstoles. Pablo va ya de regreso a Jerusalén en su tercer viaje apostólico y desde Mileto llama a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso. Mileto está cercano al mar en la ruta que hace el barco que le lleva a Jerusalén y era más fácil que vinieran los presbíteros de Éfeso. Esto suena a despedida que escuchamos hoy y completaremos mañana.
Recuerda el apóstol su tarea y su esfuerzo en el que ha puesto toda su vida. ‘Sabéis que no he ahorrado medio alguno, que he predicado y enseñado en público y en privado, insistiendo a judíos y griegos a que se conviertan y crean en nuestro Señor Jesús’. Su preocupación es ‘completar mi carrera y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús, ser testigo del Evangelio que es la gracia de Dios’.
Ahora ‘forzado por el Espíritu va a Jerusalén’, presintiendo lo que le espera, ‘cárceles y luchas’. Pero Pablo se deja conducir por el Espíritu del Señor. Lo que nosotros tenemos que aprender. Es el Espíritu el que nos guía y nos santifica, el que nos habla en el corazón y nos señala los caminos del Señor, el que es nuestra fuerza para nuestras luchas y el fuego divino que nos llevará a ser testigos y dar testimonio de nuestra fe con toda valentía, el que nos hace creer en Jesús y convertirnos de verdad a El, el que nos inunda de vida divina y el que nos hace hijos de Dios.
En esta semana en que nos preparamos para la celebración de Pentecostés tengamos en cuenta lo que hemos pedido hoy en la oración litúrgica. Que el Espíritu Santo ‘haciendo morada en nosotros, nos convierta en templos de su gloria’. Recordemos cómo hemos sido ungidos en el Bautismo para hacernos morada de Dios y templos de su Espíritu.
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