Os
conviene que yo me vaya, nos dice Jesús, para que recibamos la fuerza de su Espíritu,
para que nos pongamos en camino, para que arranquemos hacia una vida nueva
Hechos 16, 22-34; Salmo 137; Juan 16,
5-11
Las despedidas son siempre costosas y
tristes; confieso que a mi es algo que me parte el alma, pero tenemos que
afrontarlas en la vida; es una ruptura pero es un arranque, porque se rompen
unos lazos creando distancias, es cierto, pero es un arranque porque quien
marcha se abre a otros caminos, descubre otros horizontes, se desprende de
apegos y ataduras, comienza quizás una libertad nueva; arranque también para
quien se queda porque comenzamos a creer más en nosotros mismos y comenzamos también
a ver la vida, las cosas, las personas de manera distinta y no dependiendo
siempre de nosotros, como confiar en el que marcha con sus posibilidades y sus
potencialidades.
Pero como decimos, aunque sepamos todas
estas cosas, siempre hay una tristeza que se nos mete en el alma. Cuando hay
una despedida por una marcha siempre queremos dejar o queremos que nos dejen un
recuerdo, algo que vamos a tener muy presente a nuestro lado para no olvidar a
quien marchó. ¡Cuántos recuerdos en este sentido vamos acumulando en la vida!
Es la situación en la que nos
encontramos hoy en las páginas del evangelio. ‘Os digo la verdad, nos dice
Jesús hoy o le dijo entonces a los discípulos, conviene que yo me vaya’.
Andaban tristes porque ellos presentían algo, aunque no habían terminado de
comprender todo lo que Jesús les había anunciado. ‘Por haberos dicho esto, la
tristeza os ha llenado el corazón’, les dice Jesús. Era consciente del mal
momento por el que estaban pasando.
Pero no les va a dejar solo un
recuerdo, como nosotros cuando nos despedimos de alguien. Ya les había dejado
unos signos diciéndoles que era algo que ellos tenían que hacer, cuando les
había lavado los pies. Había dejado el mandamiento del amor, para que
aprendiéramos a amar como El nos había amado. Pero ahora promete la asistencia
de su Espíritu, que estará siempre con ellos, que les descubrirá todas las
cosas, que les hará emprender una tarea nueva con su fuerza.
La Pascua era un arranque para algo
nuevo, como antes decíamos, para un mundo nuevo, para una vida nueva. A partir
de la Pascua era posible una vida nueva, era necesario que se sintieran firmes
y seguros para no derrumbarse en lo que les podía parecer una hecatombe, ni
seguir encerrados con sus miedos. Algo nuevo tenía que comenzar y era posible
realizarlo, para eso les dejaba su Espíritu. Pero convenía que El marchase,
para que sintieran la fuerza del Espíritu, para que se pusieran a caminar
abriendo las puertas cerradas por el miedo. Lo vamos a contemplar cuando llegue
Pentecostés y ellos se echen a la calle. Es lo que ahora les está anunciando
Jesús. Las tristezas había que superarlas y un empuje nuevo iban a sentir en
sus vidas.
Pero esto lo escuchamos no solo como
algo dicho y sucedido entonces a los apóstoles, sino como una realidad que
nosotros tenemos que vivir. Litúrgicamente nos encontramos en las vísperas de
la Ascensión del Señor. ¿Una despedida? ¿Un quedarnos apesadumbrados y hundidos
por la tristeza simplemente contemplando la marcha de Jesús al cielo? ¿Un
ponernos de nuevo en camino?
La promesa de la presencia del Espíritu
ahí está claramente en las palabras de Jesús. Es lo que tenemos que esperar, es
a lo que tenemos que abrir el corazón, es el comienzo de un nuevo camino porque
escucharemos que somos enviados por el mundo para llevar esa buena noticia, y
podremos hacerlo, seremos capaces de hacerlo, creemos no solo en nosotros
mismos sino en la presencia en nuestro corazón y en el corazón de la Iglesia
del Espíritu del Señor.
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