Nuestros encuentros cristianos tienen que estar más llenos la alegría de los que se sienten amados y engrandecidos por el amor de Dios entusiasmados por contagiar su fe
Hechos 18, 9-18; Salmo 46; Juan 16, 20-23a
Qué alegría se siente en los reencuentros. En imagen de mi infancia tengo grabadas imágenes de despedidas y de reencuentros que no se borran tan fácilmente. Es la despedida de un familiar, un hermano o el padre, que marchaba para América. En los años cincuenta para los canarios Venezuela era el punto de destino de tantos familiares nuestros que allí tuvieron que emigrar a causa de la pobreza que se vivía en nuestras islas. El acompañar al familiar hasta el muelle para verlo embarcar era la parte triste de la historia; cuando años más tarde aquel familiar regresaba cuánta era la alegría que se vivía en la casa familiar.
Al rememorar todo esto no puedo menos que pensar en la tragedia de los inmigrantes que llegan hoy a nuestras islas, siempre dolorosas y en momento trágicas como lo sucedido ayer mismo en quienes estaban a punto de abordar el mismo muelle que les recibía. Puede parecer ajeno este recuerdo al evangelio que pretendemos comentar, pero va con el ánimo que vivían los discípulos de Jesús en aquellos momentos de la última cena donde escuchamos las palabras que hoy nos ofrece el evangelio. Vaya como recuerdo hecho oración por quienes pasan por esta tragedia de la inmigración o emigración.
Hoy Jesús sigue abundando en esa tristeza por la que han de pasar los discípulos, pero también anuncia una alegría, como les dice, que nadie les podrá arrebatar. ‘Vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría’, les dice. Parece que les está adelantando una descripción del regocijo de aquellos que se sentían satisfechos por ver a Jesús clavado en una cruz, pero es también anticipo de lo que será la alegría de la pascua. ‘Pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada’. Me evoca aquel momento del encuentro con Jesús en la orilla del lago, que cuando todos llegaron a donde estaba Jesús, nadie le preguntaba nada porque todos sabían bien quién era.
Todo esto me hace pensar en la alegría de la fe que nosotros hemos de vivir, o mejor, en la alegría con que hemos de vivir nuestra fe y ser capaces de mostrarla al mundo que nos rodea. Muchas veces nos falta esa alegría a los cristianos, muchas veces a nuestras celebraciones les falta alegría, con lo que le estamos quitando un matiz importante para que en verdad sea una celebración. Qué lástimas nuestros rostros adustos en nuestras reuniones, muchas veces parece con cara de aburrimiento. Nos falta entusiasmo cuando nos reunimos para celebrar y proclamar nuestra fe. La alegría de los que se sienten amados y engrandecidos por el amor de Dios.
Nos dejamos envolver por un ambiente de pasividad y desgana; vamos por la vida como arrastrándonos y sin entusiasmo; parece que eso de ser cristiano o ser creyente es simplemente una pegatina que nos han puesto, pero no es algo que haya de verdad arraigado en nuestra vida; parece que hiciéramos las cosas por obligación y entonces se nos convierten en una rutina; no llegamos a contagiar, no sabemos trasmitir porque quizás tampoco lo estamos viviendo con toda intensidad dentro de nosotros mismos.
Es un desgaste que es peligroso; es una forma de no darle continuidad a nuestra fe, es el decaimiento que estamos viendo en nuestras comunidades poco entusiastas para los valores cristianos y que nos quedamos en unas fiestas tradicionales pero a las que les falta una verdadera hondura espiritual. ¿Llegaremos un día a despertarnos los cristianos y a vivir la alegría de la fe? Nuestros encuentros cristianos tienen que estar más llenos de alegría.
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