Aprendamos
a gozarnos en la paz pascual que Jesús nos regala para que proclamemos con
entusiasmo la alegría de nuestra fe
Hechos de los Apóstoles 4, 32-35; Sal. 117;
1Juan 5, 1-6; Juan 20, 19-31
Nos habremos encontrado en situaciones
parecidas; andábamos nerviosos, preocupados, deseábamos tener el encuentro,
pero al mismo tiempo teníamos como miedo, éramos quizás conscientes de que en
todo no lo habíamos hecho bien porque había habido errores, cobardías, habíamos
incluso tenido miedo de dar la cara y ahora tenemos encontrarnos con aquella
persona. Pero aquella persona cuando llega a nosotros lo primero que nos dice
es que estemos tranquilos, que no pasa nada, que ya él está allí y no tenemos
por qué seguir teniendo miedo, nos sentimos mejor, nos sentimos en paz con una
paz que no esperábamos, porque ni siquiera nos echaron en cara los errores que habíamos
cometido.
Eso paso aquella tarde noche en el
cenáculo; allí estaban con miedo, por lo que a ellos les pudiera pasar también,
pero aunque les habían hablado ya de que Jesús había resucitado, no habían
encontrado el cuerpo en el sepulcro los que allí habían ido en la mañana, unos
supuestos Ángeles les habían dicho que había resucitado, habían recibido
incluso unos avisos del mismo Jesús de que tenían que volver a Galilea, siguen
con sus temores. Tampoco ellos habían sido muy valientes.
Y llega Jesús, y les dice que tranquilos, que ya todo pasó, que allí está él. Nos dice el evangelista que la primera palabra de Jesús fue la paz; la paz como saludo que era habitual, la paz como saludo pascual ahora, pero la paz que quería que reinara en sus corazones. Tranquilos, mantengan la paz. Ahora todo es nuevo; tranquilos, yo estoy con vosotros y os doy mi Espíritu; soy el que había enviado el Padre y ahora yo os envío a vosotros.
Y esa paz va a llenar los corazones, esa paz nos
va hacer que nos sintamos perdonados, esa paz nos hará sentirnos con una fuerza
nueva, con un nuevo empuje, porque también tenéis que llevar esa paz a los
demás; y esa paz es para todos, también para los que no están aquí.
Por eso su primer anuncio va a ser para
aquel discípulo que andaba despistado por sus caminos, no estaba allí cuando
vino Jesús y tampoco se lo va a creer. Exigirá pruebas, meter sus dedos en las
llagas de sus manos, o meter su mano en la llaga del costado. Quería asegurarse
que era verdad que era el Jesús que habían crucificado, porque eso necesitaba
esa prueba de las llagas. Pero cuando llega Jesús de nuevo, la exigencia de
pruebas se difumina, porque ahora no necesitará más que esa paz que Jesús le
hace sentir en su corazón que le hará que en verdad crea que Jesús ha
resucitado.
¿Andaremos nosotros también pidiendo
pruebas, queriendo meter nuestros dedos en sus llagas? A Jesús resucitado lo
vamos a sentir de una forma distinta. No podemos seguir queriendo palparlo todo
con nuestras manos, porque si nos quedamos en eso siempre andaremos con
nuestros miedos y nuestras desconfianzas; y los miedos y desconfianzas nos
encierran, como a los discípulos en el cenáculo, o nos harán andar cada uno por
nuestro lado, y nos faltará verdadera solidaridad y espíritu de comunión, y si
seguimos con esas cosas no llegaremos a ver a Jesús, no llegaremos a
encontrarnos con Jesús, no llegaremos a sentir la presencia de Jesús. Cuando
Tomás volvió al grupo y se siguió manteniendo en comunión con El pudo descubrir
la presencia de Cristo resucitado y podría hacer aquella hermosa confesión de
fe.
Aunque nos llamamos cristianos, decimos
que tenemos fe, todavía nos falta algo, porque aun queremos hacer nuestros
propios caminos, por nuestro lado, a nuestra manera; y comenzaremos a hacer
distinciones y a poner barreras; y queremos sentirnos muy seguros de nosotros
mismos con nuestras autocomplacencias y autosuficiencias, porque nos creemos
entendidos, porque nos decimos que nos lo sabemos todo; y nos faltará humildad
para descubrir esa forma nueva que tiene Jesús de venir a nosotros precisamente
en aquellos que nos parecen más humildes o más pequeños
Y por eso nuestra vida es tan tibia, nuestro amor y nuestra comunión es tan débil, nuestro compromiso es tan tacaño que siempre le estaremos poniendo limites, nuestro sentido de Iglesia es tan pobre porque no sabemos o no queremos ver la presencia del Espíritu que es quien nos guía, quien guía a la Iglesia.
Y nos faltará ese entusiasmo y arrojo
para dar testimonio de nuestra fe, y nos faltará alegría honda en nuestras
celebraciones haciéndolas sí muy solemnes quizás pero frías y rutinarias porque
falta verdadero calor que surja del corazón. Y así no podemos celebrar la
Pascua, así no estamos manifestando ese sentido pascual que tiene que tener
nuestra vida, así vamos languideciendo en tantas cosas en nuestras comunidades.
¿Cuándo aprenderemos a gozarnos en la
paz pascual que Jesús nos regala para que proclamemos valientemente la alegría
de nuestra fe?
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