Nunca
olvidemos que por la Pascua de Jesús somos hombre nuevo porque en el bautismo
hemos nacido de nuevo viviendo el paso de Dios en nuestra vida
Hechos de los apóstoles 4, 32-37; Salmo 92;
Juan 3, 1-15
Hemos de comenzar diciendo en nuestra reflexión
de hoy que va siguiendo los textos de la Palabra de Dios que nos ofrece la
liturgia, se ven como recortados por la falta del texto de ayer, que por
celebrar el misterio de la Encarnación se vieron sustituidos. Por eso nos
aparece como recortado el pasaje del encuentro con Jesús de Nicodemo, aquel
magistrado judío que de noche fue a ver a Jesús.
Recordamos que en el texto que se
hubiera leído ayer, el inicio de la conversación de Nicodemo con Jesús, se nos
ofrecían aquellas palabras de Jesús que hablaban del nacer de nuevo, que
Nicodemo no comprendía, porque cómo un hombre viejo puede volver al seno de su
madre para volver a nacer. Es cuando Jesús proclama solemnemente lo de nacer
del agua y del Espíritu con esa referencia clara al sentido del bautismo. ‘El
que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo
que nace de la carne es carne y lo que nace del Espíritu es espíritu’, nos
dice.
Una radicalidad que Jesús
constantemente nos va planteando en el evangelio. Conversión había sido su primer
anuncio para poder creer y llegar a vivir el Reino de Dios. Es la invitación
continua que seguiremos escuchando de una forma o de otra a lo largo del
evangelio. Ahora nos habla de un nuevo nacer, porque quien cree en Jesús es un
resucitado, también con Jesús ha vivido su pascua para pasar de la muerte a la
vida. Como nos hablará en otros momentos de odres nuevos para vino nuevo, o nos
hablará de una vestidura nueva porque no nos valen los remiendos de lo viejo.
San Pablo nos dirá que somos hombres nuevos en el que la criatura vieja tiene
que haber muerto para renacer a la vida. ‘Tenéis que nacer de nuevo’, nos dice hoy Jesús, porque nos dejamos hacer
criaturas nuevas por el Espíritu.
¿No nos había hablado el principio del
evangelio de san Juan que quienes creemos y aceptamos la luz que nos ofrece Jesús
nacemos como hijos de Dios, no como filiación nacida de la carne o de la
sangre, sino por el don de Dios en nosotros? ‘Porque a cuantos le
recibieron, les dio poder ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre;
estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de bacón, sino
que han nacido de Dios’.
Es lo que significa la Pascua que
hemos vivido y celebrado en estos días. Es lo que tiene que significar nuestra condición
de bautizados en la vida. En la noche de Pascua, noche bautismal por
excelencia, hemos querido renovar nuestra condición de bautizados. No es un
nuevo bautismo porque ya estamos bautizados y el bautismo no se repite, pero se
renueva en nuestro corazón. Por eso fuimos aspergeados con el agua bautismal
después de hacer la renovación de nuestro compromiso bautismal. Aunque
habitualmente empleamos la expresión de renovación de las promesas bautismales,
es algo más que una promesa, es un compromiso de vida, que renovamos desde lo
hondo del corazón volviendo a prometer nuestra renuncia al hombre viejo,
nuestra renuncia al mal y al pecado con todas sus tentaciones, y proclamando
solemnemente nuestra fe al pie del Cirio Pascual y junto a la fuente bautismal.
Es el camino que iniciamos el miércoles
de ceniza cuando fuimos convocados a la conversión y a la penitencia; es el
recorrido que de mano de la Palabra de Dios fuimos haciendo a lo largo de la
Cuaresma; ha tenido que ser ese renacer a una vida nueva en la celebración de
la Pascua. Lo seguimos recordando, lo seguimos renovando, nos seguimos
empapando de ese espíritu nuevo a lo largo del tiempo pascual, lo tenemos que
seguir viviendo en el compromiso diario de nuestra vida.
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