Detengámonos
y contemplemos, de frente, con valentía, escuchemos en silencio el susurro del
amor de Dios
Isaías 52, 13 — 53, 12; Salmo 30;
Hebreos 4, 14-16; 5, 7-9; Juan 18, 1 — 19, 42
Es viernes santo. Y casi está todo
dicho. Es el día en que los cristianos conmemoramos la pasión y la muerte de Jesús.
Ante nuestros ojos desfilan, podíamos decir que interminables, las imágenes de
la pasión y de la muerte de Jesús. Caminamos por nuestras calles y desfilan a
nuestro encuentro las imágenes de la pasión en las procesiones que en todas
partes se realizan estos días; entramos a nuestros templos y nos vemos rodeados
de las más diversas imágenes de la pasión; vamos a las celebraciones y
escuchamos el hermoso relato de la pasión que nos hace hoy el evangelista Juan.
¿Llegaremos a estar saturados?
Detengámonos en cualquiera de esos
momentos de la pasión que tan gráficamente se nos describen, aquel que más nos
impresiona, aquel que nos hace pensar y nos interroga por dentro, aquel que
será más conocido para nosotros; todos tenemos, es cierto, alguna preferencia
especial, ante cuya imagen nos sentimos más sobrecogidos. Detengámonos ahí, no
es necesario hacer recorrido por todos los momentos, y contemplemos; hagámoslo
en silencio, no porque no hablemos, sino porque no nos adelantemos con
pensamientos prediseñados o conclusiones que nos hayamos hecho en otros
momentos de reflexión. Detengámonos así, como si fuera la primera vez y
dejémonos sorprender.
En cualquiera de los momentos ante el
que nos detengamos vamos a escuchar aquello que por dos veces repitió Pilatos,
‘he aquí al hombre, aquí está vuestro rey’. No desviemos la mirada ni nos
entretengamos en nada sino miremos y escuchemos. Miremos de frente, sin temor,
con los ojos bien abiertos, con el espíritu y el corazón bien abierto. Como
hemos hecho silencio podemos escuchar un susurro de Dios.
¿Qué estaremos viendo a través de esa
imagen de Jesús? Sí, vemos dolor y sufrimiento, un cuerpo atormentado, un
cuerpo atravesado por el sufrimiento, pero vemos amor. Es la razón, es el
motivo. Es la expresión del amor que nos tiene quien se dio por nosotros. No
hay amor más grande, ya nos lo había dicho. Lo comprendemos. Es el amor de Dios
Padre que nos entrega al Hijo; es el amor de Jesús que sube a Jerusalén, que
sube a la cruz, libremente se entrega. Ha llegado su hora, pero es El quien da
el paso adelante, porque hay amor, porque nos ama. ¿Cómo nos sentimos ante
tanto amor? ¿Qué es lo que podemos decir? Nos quedamos en silencio,
contemplando, rumiando en nuestro interior, sintiéndonos invadidos por ese
amor, quedándonos transformados en el amor.
Estamos contemplando a Dios. Estamos
sintiendo como nunca la presencia de Dios porque nos sentimos envueltos por su
amor. Estamos contemplando cómo se ha bajado del cielo para caminar con
nosotros, para caminar entre nosotros, para hacerse uno con nosotros. Se
anonadó, porque se hizo esclavo desde el amor. Se anonadó porque haciéndose
como nosotros quiso morir como nosotros. Se anonadó porque lo contemplamos en
una terrible muerte de Cruz.
Es Dios y se hizo hombre y está
sufriendo con toda la humanidad doliente. ‘He aquí al hombre’, había dicho
Pilato. Es Jesús, pero en él vemos todo hombre que sufre, toda la humanidad
doliente. Asumió nuestro dolor para que en el dolor de todos los hombres le
viéramos a El. Sí, eso nos dijo. Y está en el hambriento y en el sediento, en
el enfermo y en el que está en la cárcel, en el que está solo y en el que se
encuentra en los oscuros callejones de la vida, en el que sufre el desprecio y
la discriminación y en el que lleva en su carne los duros horrores de la
guerra, en el que es perseguido o despreciado por ser distinto, por ser de otra
raza, por ser de otro lugar, porque actúa de otra manera o piensa distinto, en
todo el que sufre o que padece por cualquier motivo.
Cuanto le hiciéramos a uno de esos
pequeños, a El se lo hacemos, así nos dijo. Cuando hoy lo contemplamos en su pasión
y en su muerte seguramente nos hubiera gustado estar allí para liberarlo de ese
sufrimiento, para ser quizás ángel del consuelo, para ponernos en su lugar,
para acompañarlo con nuestra presencia como Juan, como María Magdalena, como
María, su madre. Sí, hoy, pongámonos a su lado en los nuevos calvarios de la
vida. Pongámonos a su lado en todos esos que sufren, y ante los cuales tantas
veces pasamos insensibles y quizá sin mirarlos. Mirando hoy a Jesús en la cruz
aprendamos a mirar a nuestro alrededor para encontrar a ese ser que se
encuentra sumido en su soledad, a mirar a nuestro alrededor y descubrir tantas
lágrimas que se derraman sobre tantos rostros pero en las que nunca nos
habíamos fijado, a mirar de una manera nueva el dolor y el sufrimiento que
quizás causamos con nuestros desaires o con la despreocupación con que vamos
por la vida.
Dejémonos mirar por Jesús con aquella
misma mirada compasiva con que miró a Pedro después de su negación, como miró a
Juan desde lo alto de la cruz para entregarle a su madre, como miró a quienes
le crucificaban para perdonar y para disculpar, como miró a nuestro mundo para
llenarlo de nueva vida y de amor. Algo nuevo tiene que comenzar a brotar dentro
de nuestro corazón, una nueva vida tiene que estar gestándose en nosotros.
Vamos camino de la Pascua, porque sentimos el paso de Dios por nuestra vida. En
nosotros queda siempre la esperanza de la resurrección. Dios está hablando a
nuestro corazón.
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