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lunes, 25 de marzo de 2024

Un perfume, el del amor, como el de Betania a partir de la pascua tiene que envolver nuestra vida y tiene que inundar nuestro mundo para transformarlo

 


Un perfume, el del amor, como el de Betania a partir de la pascua tiene que envolver nuestra vida y tiene que inundar nuestro mundo para transformarlo

Isaías 42, 1-7; Salmo 26; Juan 12, 1-11

En la vida no dejamos de aprender. Claro, si queremos, si sabemos estar atentos a las lecciones que nos va dando la vida. Ante lo que nos sucede a veces nos resignamos y no aprendemos, lo tomamos como muy natural que las cosas sucedan así, pero no sabemos sacar la lección. Y si estamos atentos en aquello que nos va sucediendo vamos aprendiendo. Hay cosas que podrían ser punto de partida de cambios radicales de la vida, o al menos de mirar las cosas con otras perspectivas, o ser capaces de ser observadores para darnos cuenta que los horizontes se pueden ampliar. No nos podemos cegar, ni como decíamos resignarnos.

Hoy contemplamos en el evangelio una comida, de alguna manera una comida familiar. Pero en los personajes que, por así decirlo, invitan a aquella comida estamos descubriendo nuevas formas de estar, de hacer las cosas. Podíamos recordar otros momentos de las visitas de Jesús a Betania; siempre lo vemos como un lugar de paz donde Jesús se siente acogido. Eran los amigos de Jesús; recordamos que el recado que envía Marta Jesús ante la enfermedad de Lázaro es decirle, ‘tu amigo está enfermo’. Luego veremos la confianza e intimidad que había entre ellos y con Jesús en la forma de expresarse, aunque fuera con sus quejas, cuando Jesús llega y Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado, ‘si hubieras estado aquí’, le dice.

Pero recordamos también que en aquellas visitas de Jesús hay momentos en que se crea cierta tensión. Marta andaba afanada en los preparativos para acoger a Jesús y María no ayudaba, se había sentado a los pies de Jesús para escucharle. Y vinieron las quejas de Marta y las palabras de Jesús. Pero ahora parece todo distinto, Marta como siempre servía a la mesa, Lázaro estaba sentado entre los comensales, Jesús y sus discípulos y gente que se acercaba por conocer a Lázaro después de su resurrección y de camino también para estar con Jesús. Y María vuelve a estar a los pies de Jesús, pero ahora con un frasco de nardo purísimo para derramarlo sobre los pies de Jesús y haciendo que el perfume inundara toda la casa.

Nuevas eran las actitudes y las posturas. El reproche no surge de aquellos corazones que estaban entusiasmados por Jesús y quieren ofrecerle lo mejor. María, nos dice Jesús, tenía reservado aquel perfume para su sepultura, pero es ahora cuando se lo ofrece a Jesús y Jesús lo acepta. Son los gestos y los detalles del amor. Solo los interesados andarán con otros pensamientos. ‘Se hubiera podido vender por trescientos denarios para dar el dinero a los pobres’, apunta por allá Judas; pero el evangelista nos descubre los intereses y los manejos de quien llevaba la bolsa común. No sé qué pasa pero cuando andan por medio los dineros, los intereses del corazón se tergiversan.

Todo tiene el perfume de la Pascua. Jesús habla de su sepultura; se recuerdan los ungüentos y perfumes que se utilizan en los ritos funerarios. Ya el evangelista nos dice que este acontecimiento sucede seis días antes de la Pascua. Y Jesús nos deja a entrever lo que sí tenemos que hacer a partir de la Pascua, donde nos vamos a encontrar en el camino de la vida a los pobres, con los que entonces sí tendremos que compartir, porque cuanto a ellos les hagamos es a Cristo mismo a quien se lo estamos haciendo.

El perfume que aquel día inundó la casa y la comida de Betania es el que a partir de la Pascua tendrá que ir envolviendo nuestra vida e inundando nuestro mundo. Algo nuevo tiene que comenzar, un nuevo olor tiene que haber en nuestra vida, el perfume que tiene que desprenderse de nuestro amor, y el perfume del amor con que tenemos que transformar nuestro mundo.

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