Aprendamos a detenernos y hacer silencio para estar atentos y
poder encontrar el tesoro de la sabiduría de Dios
1Reyes 3, 5. 7-12; Sal 118; Romanos 8,
28-30; Mateo 13, 44-5
Frente a lo que
habitualmente se piensa el hombre sabio no es de muchas palabras. Podríamos
pensar que la sabiduría está en haber adquirido multitud de conocimientos sobre
todas las ciencias y sobre todas las cosas, pero quizá esa multitud de saberes acumulados
nos pueden dispersar y hacer que no nos centremos en lo más profundo del ser y
de la vida.
La persona que rumia
en silencio los aconteceres de la vida, lo mismo que esa cantidad de
información o de conocimientos que pueda ir recibiendo será el que sabrá hacer
una lectura certera de la vida y la que nos puede dar la pauta llena de sabiduría
de lo que tenemos que no solo hacer sino sobre todo ser. Será el que tiene visión
profética de las cosas, pero en ese silencio sabrá descubrir la visión de Dios,
el sentido de lo que hacemos y el verdadero valor de nuestra existencia.
Hemos escuchado en la
primera lectura que hoy se nos ofrece la oración de Salomón al Señor. No pide
riquezas ni grandezas, pide saber estar atento, saber escuchar a su pueblo para
poder discernir entre el bien y el mal y tener la sabiduría de saberlo
gobernar. Estar atento, dice, porque el que está atento observa, escucha, mira
con mirada distinta, es capaz de descubrir lo que verdaderamente es esencial.
En un librito que ha
circulado mucho en los últimos años, ‘El principito’, hay una frase que
casi como hoy diríamos se ha convertido en viral, ‘lo esencial es invisible
a los ojos’. No es la mirada desde el exterior sino la mirada interior, no
es solo lo que los ojos de la cara nos puedan señalar, sino lo que descubramos
desde los ojos de nuestra interioridad lo que nos hará descubrir lo
verdaderamente esencial, la verdadera sabiduría.
En este sentido
podemos decir que van las parábolas que nos propone el evangelio. Nos habla del
hombre del campo que encuentra un tesoro o del comerciante en perlas finas que
encuentra una de gran valor. Podríamos decir que tanto en uno como en otro se
prevé una atención y una búsqueda. Algo que parece al azar, que podemos
considerar como un regalo que lo encontremos, pero que también presupone,
repito, esa atención, porque podemos tenerlo a nuestros pies o incluso en
nuestras manos y no verlo. Cuántas veces materialmente incluso nos suceden
cosas así. Pero aquí estamos queriendo hablar de eso esencial, como se decía en
el libro citado, que es invisible a los ojos.
Pero el tema no está solo
en encontrarlo sino en convertirlo en la riqueza de nuestra vida. Tanto uno
como otro en la parábola vendieron todo lo que tenían para conseguir aquel
campo con el tesoro o para comprar aquella perla preciosa. Hay un detalle, para
conseguir lo mejor tenemos que saber desprendernos de aquello que tenemos
aunque lo consideremos muy bueno; pero si lo que vamos a conseguir es mejor,
bien merece la pena ese desprendimiento. Es de hombre sabio, y volvemos con el
tema de la sabiduría, el saberlo hacer, el saber conseguir ese preciado tesoro.
Todos estamos
entendiendo a lo que se refiere ese tesoro. Ya Jesús al proponerlos estas
parábolas no está haciendo la comparación con el Reino de Dios. Llegar al Reino
de Dios es hacer como aquel hombre del campo, como aquel comerciante.
Encontrarnos con el mensaje del Evangelio es la mayor riqueza que puede
encontrar el hombre. Es que en Jesús tenemos todo el sentido y el valor de
nuestra vida. Qué importante esa búsqueda de nuestra fe, qué importante que en
verdad lleguemos a sorprendernos con el mensaje de Jesús, qué importante
entonces que nos dejemos impregnar por el mensaje del evangelio. Malo sería que
tanto nos hubiéramos acostumbrado de manera que ya no nos sorprenda, ya no nos
diga nada.
Claro que sí,
tendremos que desprendernos de muchas cosas para conseguir ese tesoro
escondido. No podemos decir que nos hemos encontrado con Jesús en nuestra vida
como sentido de nuestra existencia y que sigamos viviendo de la misma manera. Por
eso no olvidemos que Jesús desde el principio nos está diciendo que hemos de
convertirnos para creer en esa Buena Nueva que se nos anuncia.
Por eso necesitamos
hacer ese silencio interior para poder escuchar, para poder saborear esa
sabiduría de Dios. Y hacer silencio en nuestro interior nosotros lo llamamos
oración, porque es abrir nuestro corazón a Dios. Y esa oración no es cuestión
de muchos rezos o muchas palabras – es quizá nuestro gran fallo - sino
quedarnos en silencio saboreando esa presencia de Dios para llenarnos así de su
sabiduría. Tenemos que aprender a hacer verdadera oración, tenemos que aprender
a hacer silencio, porque solo así podremos escuchar a Dios, así podremos
discernir en verdad lo que es la voluntad de Dios, el plan de Dios para nuestra
vida y nuestro mundo.
Podríamos seguir
diciendo muchas más cosas, pero vamos a detenernos y a hacer silencio. Solo así
podremos estar atentos y encontrar ese verdadero tesoro.
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