Crecen juntos en nuestro mundo el trigo y la cizaña pero
también sucede en nuestro interior y tenemos que superarnos para lograr ese
mundo mejor
Jeremías 14, 17-22; Sal 78; Mateo 13, 36-43
‘Explícanos la
parábola de la cizaña en el campo’, le piden los discípulos a Jesús cuando llegan a casa. No
les cabía en la cabeza que si se había sembrado buena semilla de donde había
surgido aquella cizaña, como no entendían tampoco la actitud del dueño del
terreno de no arrancar de forma inmediata la cizaña sino dejarla crecer junto
con la buena semilla.
Pero ¿no serán también
interrogantes que nosotros tenemos en nuestro interior? No entendemos, decimos,
el mal que hay en el mundo. Como solemos decir ¿Por qué hay tanta gente ruin,
tanta gente mala? Cuando observamos la violencia que nos rodea, o el
sufrimiento de tantos a causa de las injusticias de lo que se creen poderosos,
la corrupción que afecta y daño todos los campos de la sociedad en sus
diferentes aspectos, también nos preguntamos ¿Por qué? ¿Por qué tanta ambición?
¿Por qué tanta maldad? ¿Por qué tantos deseos de acaparar? Y así seguimos haciéndonos
preguntas que parece que no tienen fin, pero peor aun, parece que no tienen
respuesta.
Claro que hay una cosa
que nos resulta fácil, mirar hacia lo que nos rodea, contemplar en ese mal en
nuestro mundo y en nuestra sociedad, o contemplar ese mal en los demás. Nos
duele que el mundo sea así, y andemos entremezclados todos, los que nos creemos
buenos y a los que consideramos malos. Y es aquí donde quiero incidir.
Miramos hacia fuera,
miramos a los demás, pero quizá no somos sinceros para mirarnos a nosotros
mismos, para darnos cuenta que esa situación la tenemos en nosotros también,
que nos creemos buenos pero también cuantas cosas se nos meten en el corazón,
cuanta malicia aflora quizás en nuestra vida y en nuestras relaciones con los
demás. Como nos decía san Pablo hacemos el mal que no queremos hacer y no
hacemos el bien que queremos.
Cuantos momentos de egoísmo
y de insolidaridad, cuantos momentos de orgullo y de soberbia, cuantas
vanidades se nos van metiendo dentro de nosotros muchas veces viviendo de
apariencias, porque lo que llevamos dentro tratamos de ocultarlo, no
reconocerlo delante de los demás, pero ahí está. Necesitamos sinceridad en
nuestra vida, sinceridad con nosotros mismos.
Ese campo lleno de
buena cimiente, pero en el que aparecen también las malas hierbas no es solo el
campo de los demás, no es solo un campo ajeno a nosotros, sino que lo tenemos
en nosotros mismos. Y cuando tratamos de ser un poquito sinceros nos damos
cuenta de que tenemos que cambiar, y nos hacemos buenos propósitos, y decimos
que estamos en el deseo de arrancarnos de esos orgullos o de esas vanidades,
pero cuánto nos cuesta. Queremos en momentos de sinceridad esforzarnos pero no
terminamos de dar los pasos necesarios. Pero, reconozcámoslo, Dios sigue esperándonos.
Es el mensaje de la
parábola, que nos tiene que llevar, es cierto, a una lucha contra el mal, pero
también a llenar de misericordia y compasión nuestro corazón, a poner esperanza
de que si vamos cambiando nosotros los primeros, estaremos poniendo granitos de
arena para construir ese mundo mejor e iremos ayudando también a que cambie
nuestro mundo. Esa lucha y ese esfuerzo por superarnos y por ayudar a superarse
a los demás tiene que hacernos fuertes. Porque además sentiremos siempre la
fuerza del Espíritu del Señor con nosotros.
Es la tarea de superación,
de crecimiento interior, de fortalecimiento de nuestra voluntad en la que
tenemos que estar empeñados cada día. Y pensemos que si nosotros nos superamos
estaremos ayudando a superarse a los demás, porque de alguna manera seremos
estímulo y esperanza para los que están a nuestro lado en esa misma lucha.
Porque no pensemos que somos nosotros solos, no nos creamos los buenos, hay
muchos también a nuestro lado que están en esa tarea de superación y de
crecimiento de su espiritualidad. Mutuamente tenemos que ayudarnos y
estimularnos.
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