Como Santiago formemos parte del grupo de los inseparables de
Jesús pero tomemos su testigo para arremangarnos la toalla del servicio para
curar las heridas de nuestro mundo
Hechos 4, 33; 5, 12. 27b-33; 12, 2; Sal
66; 2Corintios
4, 7-15; Mateo
20, 20-28
Un día había escuchado
la llamada de Jesús. Estaba con su hermano Juan en la barca de su padre,
Zebedeo, junto a otros jornaleros que tenían para el trabajo arreglando las
redes para cuando de nuevo tocara salir a pescar. Había pasado Jesús y los
había invitado a seguirle. Lo habían dejado todo, las redes, la barca, a su
padre y se habían ido con Jesús. También su hermano Juan había escuchado la
misma llamada y otros pescadores más allá también habían escuchado la invitación
de Jesús, Simón y Andrés.
Por supuesto no
podemos pensar que fue el primer encuentro con Jesús. Llevaba días rondando
aquellas orillas del mar de Galilea, se había levantado en la sinagoga a hacer
el comentario a la Ley y los profetas, en cualquier rincón se reunía con la
gente para hablarles del Reino de Dios. Ellos también estarían en la Sinagoga,
como formarían parte del grupo de la gente sencilla que se acercaba a escuchar
a aquel nuevo profeta. Además, estaban
en la familia, eran parientes, su madre probablemente era hermana de María, la
madre de Jesús. Algo conocían ya de la Buena Nueva que Jesús andaba anunciando.
Habría otro momento
más adelante, que tratando de ayudar a Pedro porque a la Palabra de Jesús había
cogido una redada tan grande que se reventaban las redes, también se había
sorprendido por el poder de Jesús y las maravillas que realizaba y había
escuchado de nuevo la misma invitación. ‘Venid conmigo y os haré pescadores
de hombres’.
Y con Jesús andaban
ahora por todas partes, con El se reunían como amigos para escucharle aquellas
palabras nuevas que Jesús decía y se sentían ya entusiasmados por Jesús; cuando
partían de un lugar para otro, de aldea en aldea, ellos eran ya del grupo de
los inseparables que iban siempre con Jesús. Para ellos tenía Jesús palabras
aparte donde les explicaba con todo detalle aquellas parábolas que le ponía a
la gente. Ellos estaban siendo esa tierra buena donde era sembrada la semilla y
prometía que un día podría dar fruto.
Las gentes decían que
nadie hablaba como El, y que un gran profeta había aparecido en medio del
pueblo; las esperanzas de la venida del Mesías se avivaban y ya había algunos
que pensaban si acaso Jesús no sería el Mesías. Claro que los sueños que ellos tenían
sobre el Mesías que esperaban no se parecían mucho al estilo de vida que Jesús
les enseñaba. Pero es normal que los sueños se despierten y comiencen también
las aspiraciones. Si era el Mesías un día habría de manifestarse con mucho
poder, y claro ellos que estaban cerca participarían de ese poder y de esa
gloria. Normal que runrunearan en sus corazones esas aspiraciones.
¿Se atrevían ellos a presentárselas
al Maestro? Entre ellos muchas veces hablaban de estas cosas y también soñaban
con quien iba a ser el primero que tuviera más poder. Son cosas que brotan casi
espontáneamente en el corazón de los hombres, porque a cualquiera le amarga un
dulce. ¿Y si alguno se adelantaba? Se valen de madre, aquí los parentescos
aparecen con sus propias influencias. Y
allí se presenta la madre que tiene una petición que hacerle al Maestro, aunque
ella ya de alguna manera lo estaba mirando como el Mesías anunciado. Tengo una
petición que hacerte. ‘Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu
reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda’. Jesús se les quedaría
mirando. ¿Sabían ellos bien lo que estaban pidiendo? ¿Habrían terminado de
entender lo que era su misión y cuál era la salvación que El ofrecía? ‘No
sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?’
Ellos parece que están dispuestos a
todo y con prontitud responden aunque no sé si conscientes de lo que
significaban las palabras de Jesús. Pero su cáliz lo beberán, pero los primeros
puestos no se reparten de esa manera. En el Reino nuevo que Jesús anuncia el
camino es el del amor y el del servicio. Solo el que sabe amar hasta el final,
hasta ser capaz de dar la vida, al que no le importa hacerse el ultimo y el
servidor de todos, es el que va a ser en verdad grande. Su Reino no es la
manera de los reinos de este mundo, su poder no es como el poder de los
poderosos de este mundo. Otro ha de ser el camino y el sentido de la vida.
Nos quedamos aquí contemplando esta
escena del evangelio y tratando de verla reflejada en lo que ha de ser la vida
de los cristianos de hoy y en lo que ha de ser el estilo de la Iglesia. Cuando
hoy celebramos al apóstol Santiago y nosotros los españoles lo miramos como
nuestro especial protector y como el primero que nos trajo el anuncio del
evangelio de Jesús, nos quedamos rumiando esta escena, nos quedamos rumiando
las palabras de Jesús a ver si convencemos de verdad que nuestra vida ha de ser
el servicio.
Sentimos en nuestros corazones – o habríamos
de sentirlo – el ardor misionero del apóstol que llegó a nuestras tierras y
recogemos de su mano el testigo porque es lo que nosotros hemos de seguir
haciendo. En esa España nuestra que con tanto orgullo decimos tantas veces
católica tenemos que darnos cuenta que es necesario un nuevo anuncio del
evangelio, una reenvangelización porque ya no todos conocen a Jesús, ya no
todos viven esos valores del evangelio. Nuestra ‘católica’ España medio se ha
descristianizado y otra vez hemos de sembrar con ardor la semilla del
evangelio. Lo anunciamos y proclamamos como queremos proclamar bien alto
nuestra fe, pero no olvidemos del testimonio que tenemos que dar.
No nos importe que no contemos entre
fuerzas y poderes, pero sí que tenemos que sentir que haciéndonos los últimos y
los servidores de todos es como mejor haremos ese anuncio. Despojémonos – despójese
la Iglesia también en sus dirigentes y llamadas jerarquías – de esos boatos del
poder para arremangarnos la toalla a la cintura para ir a lavarle los pies a
nuestros hermanos. Muchos ropajes de apariencias de poder no nos valen para
poder arrodillarnos junto al hermano que sufre y es por ahí donde tenemos que
comenzar a limpiar y curar sus heridas. Bajémonos de ese caballo donde nos
hemos subido, como subimos también al apóstol santiago, para utilizar como
mucho el humilde borrico que utilizó Jesús en su entrada en Jerusalén.
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