Como hijos llenos de amor nos acercamos con la confianza del
amor a quien sabemos que nos ama porque es nuestro Padre
Eclesiástico 48, 1-15; Sal 96; Mateo 6, 7-15
No con la misma
actitud nos acercamos nosotros a las personas; depende de la percepción que tengamos
de esa persona para acercarnos con naturalidad, con confianza o quizá con
cierto temor. Si pensamos en una persona a la que llamamos justiciera y dura en
sus sentimientos no nos acercaremos con la misma confianza que con aquella que
vemos cercana, comprensiva y capaz de escucharnos. No es lo mismo una persona
que no conocemos y que no sabemos cómo va a reaccionar o alguien que llega a
nosotros con la buena fama de su comprensión y la buena sintonía para
expresarnos con confianza.
Una persona que se nos
presenta llena de autoridad – en cierto modo autoritarismo – nos da la
posibilidad de acercarnos para hacerle nuestras peticiones aunque no sabemos
bien como puede reaccionar. Y así podríamos pensar en muchísimas
circunstancias, porque las personas realmente somos muy distintas unas de otras
y eso va a condicionar nuestra forma de acercarnos a esa persona por muy clara
que tengamos nuestra personalidad y nuestra voluntad de entrar en relacion con
el otro.
Puede parecernos una
introducción un tanto prolífica para nuestra reflexión en torno al evangelio
pero es lo que me da que pensar la forma como Jesús nos enseña a relacionarnos
con Dios. Para hablarnos de la oración de entrada nos dice que no son
necesarias muchas palabras pues Dios nos conoce y sabe bien lo que necesitamos
y nos da un modelo de oración. Como siempre decimos no es una oración solamente
para aprendernos como un formulario que tengamos que repetir sino un sentido de
relación con Dios. Y es que el modo que Jesús nos enseña a relacionarnos con
Dios es el de los hijos.
No es lo mismo acercarnos
a Dios para nuestra oración sintiendo y gozándonos en que es nuestro Padre, que
acercarnos a un Ser que por su grandeza podemos sentir en la distancia y al que
vemos como un Dios justiciero al que hemos de temer porque está con la vara de
medir en su mano para ver en que hemos faltado o en que nos hemos sobrepasado.
Y pensemos si acaso muchas veces no nos acercamos a Dios llenos de temores
porque más pronto estamos pensando en el castigo que en la misericordia.
Fijémonos que ese
modelo de oración que Jesús nos propone no es otra cosa que un regocijarnos en
el amor de Dios que es nuestro Padre. Para empezar comenzamos llamándolo Padre
– ese Abba hebreo o arameo que es mucho más tierno incluso que un papaíto que
nosotros podamos decir en nuestro idioma – y porque le llamamos Padre nos
gozamos en su presencia, queremos disfrutar de su presencia, queremos
responderle con nuestro amor al amor que El nos tiene.
¿No es quererle decir
como piropos de amor ese deseo de santificar el nombre de Dios? ¿No es una
expresión de nuestro cariño el decirle que siempre queremos estar con El porque
le amamos y que en todo queremos agradarle porque queremos siempre hacer su
voluntad? ¿No es con la confianza de los hijos con la que nos presentamos
pobres ante El porque sabemos que nos protege siempre siendo para nosotros un
padre providente que así como cuida los pájaros del cielo o las flores de los
campos así se llena de ternura con nosotros que somos sus hijos queriéndonos dar
siempre lo mejor? Y así podríamos seguir comentando toda esa maravilla de
expresión de amor que es la oración que Jesús nos enseñó. Nos sentimos
confiados porque sabemos de su misericordia, nos sentimos confiados porque
contamos con la fuerza de su Espíritu que nos aleja del mal.
No puede ser otra cosa
que la oración de los hijos. Como hijos llenos de amor nos acercamos con la
confianza del amor a quien sabemos que nos ama porque es nuestro Padre.
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