La fe
y la esperanza darán un sentido y un valor a cuanto hacemos sintiendo en
nosotros la fortaleza del Espíritu y en esa esperanza sentimos la más profunda
paz en el corazón
2Mac. 7, 1-2. 9-14; Sal 16; 2Tes. 2, 15 - 3,
5; Lucas 20, 27-38
No sé si estaremos en el mundo de hoy
muy lejos de algunas cosas en las que no creían los saduceos. Nos decimos en un
mundo cristiano pero quizá pueda haber muchas cosas del evangelio que no las
tenemos muy claras, de las que dudamos o que muchas veces las obviamos quizá desde
una pereza espiritual e intelectual para no meternos en asuntos o en temas que
nos parecen controvertidos.
Sobre el tema de la muerte o del más
allá algunas veces no queremos ni hablar; desde ciertos temores o
desconfianzas, desde conceptos que venimos arrastrando quizá siglos y siglos,
desde un tenebrismo misterioso que lo envuelve todo, pero quizá mantenemos
nuestros ritos funerarios, al menos formalmente, visitamos los cementerios
quizá muchas veces angustiados en recuerdos y hasta en cierto modo en
culpabilidades que no sacamos a la luz, pero realmente detrás de todo eso ¿hay
verdaderamente una esperanza de vida eterna y de resurrección?
Hemos de reconocer que hacemos unas
mezclas de ritos cristianos, porque decimos que hay que rezar a los muertos o
por los muerto, nos imaginamos quizás unos lugares como etéreos donde están
como flotando los espíritus, pero poco quizá pensamos en la vida eterna y la
resurrección. Y aunque recitamos el credo cuando vamos a misa o en nuestras
oraciones particulares quienes las mantienen, pero esos artículos finales de la
confesión de la nuestra fe nos pasan desapercibidos en su sentido, porque
mientras nuestros labios hablan de resurrección y de vida eterna, en lo más
hondo de nosotros mismos es en lo menos que pensamos.
¿Nos hacemos quizá una religión de
muerte y nos creamos un dios de la muerte? Aunque no lleguemos a expresarlo con
palabras así, en nuestra manera de vivir, en la esperanza o poca esperanza que
ponemos en lo que vamos realizando en la vida, algo de eso puede haber dentro
de nosotros. Realizamos quizás unos ritos cristianos pero los valores que han
de sustentar nuestra vida y que surgen de la fe que tenemos no aparecen
demasiado claros en el sentido que le damos a lo que hacemos.
Veamos por un lado la apatía con que
vamos viviendo la vida, el poco sentido de trascendencia que le damos a lo que
hacemos y también, ¿por qué no? preguntémonos como nos preparamos para ese
momento final de la vida que es la muerte, o como ayudamos a nuestros seres
queridos en ese trance, que más bien siempre preferimos ocultar para que no se
angustien, decimos. ¿No le decimos al Sacerdote que “confiese” – en el sentido
de administrar los sacramentos - a
nuestros seres queridos que están a punto de fallecer cuando ya no se den cuenta?
¿Hay verdadera fe en Dios? ¿Hay autentica esperanza de un encuentro con el
Señor en quien vamos a vivir para siempre? ¿Deseamos en verdad sentir el perdón
de Dios que nos salva para poder vivir esa vida en Dios?
Muchas experiencias vienen a mi mente,
duras y dolorosas, de quienes rechazaban o trataban de disimular u ocultar la
presencia del Sacerdote junto a sus familiares gravemente enfermos, pero
también otros duras pero que te dejaban una paz grande en el alma cuando el
enfermo rodeado de sus familiares de una forma más o menos consciente según las
circunstancias recibía la gracia del Sacramento dándose el caso de expirar con
una paz tremenda durante o al final de la celebración que estábamos realizando;
con dolor y emoción, como no podía ser menos, pero con mucha paz se sentían
también los familiares en ese momento porque era algo que estaban viviendo con
una profunda fe y esperanza cristiana poniendo en las manos de Dios a su ser
querido.
Hoy hemos escuchado en el evangelio la
casuista en cierto modo absurda e inhumana que plantean los saduceos a Jesús
para negar la resurrección. Jesús, por así decirlo, no entra al trapo con lo
que le plantean sino quiere dejar claro que Dios no es un Dios de muertos sino
de vida. Es la esperanza que se manifiesta en la primera lectura – a pesar de
que es un texto del Antiguo Testamento – en aquellos jóvenes macabeos que son
martirizados por su fe y fidelidad al Dios de la Alianza pero haciendo una
admirable confesión de fe y esperanza en el Dios en quien saben que tendrán
vida para siempre. ‘Cuando
hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida
eterna’, confiesan
valientemente.
Pero todo
esto tiene que traducirse en el día a día de nuestra vida. Es lo que nos hará
mantenernos íntegros y fieles frente a un mundo que nos promete una felicidad
pronta y fácil pero también bien efímera. No es que no deseemos ser felices
mientras hacemos el camino de la vida, pero cuando el temor de Dios está en
nuestros corazones porque le amamos y porque queremos mantenernos en fidelidad
no nos dejamos seducir por tantos cantos de sirena que nos prometen y prometen
o que nos ofrecen caminos corruptos para alcanzar esos sueños de felicidad.
La
rectitud de nuestro corazón, el amor la verdadera justicia, el mantener la paz
en nuestro interior porque nos dejamos seducir por esos señuelos, nos van a dar
una mayor felicidad, una felicidad en plenitud que podremos gozar en Dios. Es
vivir con esperanza.
Por eso
digo que esa fe y esa esperanza nos darán un sentido y un valor a cuanto
hacemos, sabiendo además que tenemos la fortaleza del Espíritu para mantener
esa fe y esa fidelidad. Cuando hay verdadera esperanza cuánta paz sentimos en
el corazón.
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