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domingo, 10 de noviembre de 2019

La fe y la esperanza darán un sentido y un valor a cuanto hacemos sintiendo en nosotros la fortaleza del Espíritu y en esa esperanza sentimos la más profunda paz en el corazón

La fe y la esperanza darán un sentido y un valor a cuanto hacemos sintiendo en nosotros la fortaleza del Espíritu y en esa esperanza sentimos la más profunda paz en el corazón

2Mac. 7, 1-2. 9-14; Sal 16; 2Tes. 2, 15 - 3, 5; Lucas 20, 27-38
No sé si estaremos en el mundo de hoy muy lejos de algunas cosas en las que no creían los saduceos. Nos decimos en un mundo cristiano pero quizá pueda haber muchas cosas del evangelio que no las tenemos muy claras, de las que dudamos o que muchas veces las obviamos quizá desde una pereza espiritual e intelectual para no meternos en asuntos o en temas que nos parecen controvertidos.
Sobre el tema de la muerte o del más allá algunas veces no queremos ni hablar; desde ciertos temores o desconfianzas, desde conceptos que venimos arrastrando quizá siglos y siglos, desde un tenebrismo misterioso que lo envuelve todo, pero quizá mantenemos nuestros ritos funerarios, al menos formalmente, visitamos los cementerios quizá muchas veces angustiados en recuerdos y hasta en cierto modo en culpabilidades que no sacamos a la luz, pero realmente detrás de todo eso ¿hay verdaderamente una esperanza de vida eterna y de resurrección?
Hemos de reconocer que hacemos unas mezclas de ritos cristianos, porque decimos que hay que rezar a los muertos o por los muerto, nos imaginamos quizás unos lugares como etéreos donde están como flotando los espíritus, pero poco quizá pensamos en la vida eterna y la resurrección. Y aunque recitamos el credo cuando vamos a misa o en nuestras oraciones particulares quienes las mantienen, pero esos artículos finales de la confesión de la nuestra fe nos pasan desapercibidos en su sentido, porque mientras nuestros labios hablan de resurrección y de vida eterna, en lo más hondo de nosotros mismos es en lo menos que pensamos.
¿Nos hacemos quizá una religión de muerte y nos creamos un dios de la muerte? Aunque no lleguemos a expresarlo con palabras así, en nuestra manera de vivir, en la esperanza o poca esperanza que ponemos en lo que vamos realizando en la vida, algo de eso puede haber dentro de nosotros. Realizamos quizás unos ritos cristianos pero los valores que han de sustentar nuestra vida y que surgen de la fe que tenemos no aparecen demasiado claros en el sentido que le damos a lo que hacemos.
Veamos por un lado la apatía con que vamos viviendo la vida, el poco sentido de trascendencia que le damos a lo que hacemos y también, ¿por qué no? preguntémonos como nos preparamos para ese momento final de la vida que es la muerte, o como ayudamos a nuestros seres queridos en ese trance, que más bien siempre preferimos ocultar para que no se angustien, decimos. ¿No le decimos al Sacerdote que “confiese” – en el sentido de administrar los sacramentos -  a nuestros seres queridos que están a punto de fallecer cuando ya no se den cuenta? ¿Hay verdadera fe en Dios? ¿Hay autentica esperanza de un encuentro con el Señor en quien vamos a vivir para siempre? ¿Deseamos en verdad sentir el perdón de Dios que nos salva para poder vivir esa vida en Dios?
Muchas experiencias vienen a mi mente, duras y dolorosas, de quienes rechazaban o trataban de disimular u ocultar la presencia del Sacerdote junto a sus familiares gravemente enfermos, pero también otros duras pero que te dejaban una paz grande en el alma cuando el enfermo rodeado de sus familiares de una forma más o menos consciente según las circunstancias recibía la gracia del Sacramento dándose el caso de expirar con una paz tremenda durante o al final de la celebración que estábamos realizando; con dolor y emoción, como no podía ser menos, pero con mucha paz se sentían también los familiares en ese momento porque era algo que estaban viviendo con una profunda fe y esperanza cristiana poniendo en las manos de Dios a su ser querido.
Hoy hemos escuchado en el evangelio la casuista en cierto modo absurda e inhumana que plantean los saduceos a Jesús para negar la resurrección. Jesús, por así decirlo, no entra al trapo con lo que le plantean sino quiere dejar claro que Dios no es un Dios de muertos sino de vida. Es la esperanza que se manifiesta en la primera lectura – a pesar de que es un texto del Antiguo Testamento – en aquellos jóvenes macabeos que son martirizados por su fe y fidelidad al Dios de la Alianza pero haciendo una admirable confesión de fe y esperanza en el Dios en quien saben que tendrán vida para siempre. ‘Cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna’, confiesan valientemente.
Pero todo esto tiene que traducirse en el día a día de nuestra vida. Es lo que nos hará mantenernos íntegros y fieles frente a un mundo que nos promete una felicidad pronta y fácil pero también bien efímera. No es que no deseemos ser felices mientras hacemos el camino de la vida, pero cuando el temor de Dios está en nuestros corazones porque le amamos y porque queremos mantenernos en fidelidad no nos dejamos seducir por tantos cantos de sirena que nos prometen y prometen o que nos ofrecen caminos corruptos para alcanzar esos sueños de felicidad.
La rectitud de nuestro corazón, el amor la verdadera justicia, el mantener la paz en nuestro interior porque nos dejamos seducir por esos señuelos, nos van a dar una mayor felicidad, una felicidad en plenitud que podremos gozar en Dios. Es vivir con esperanza.
Por eso digo que esa fe y esa esperanza nos darán un sentido y un valor a cuanto hacemos, sabiendo además que tenemos la fortaleza del Espíritu para mantener esa fe y esa fidelidad. Cuando hay verdadera esperanza cuánta paz sentimos en el corazón.

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