Despiertos
y atentos para descubrir y acoger la presencia del Señor que llega a nosotros
en tantas circunstancias de la vida
Sabiduría13, 1-9; Sal 18; Lucas 17,26-37
Tenemos que estar preparados en la vida
para afrontar las diversas situaciones que se nos presenten. Surgen imprevistos
que a veces no sabemos como afrontar, la misma vida exige arrostrar riesgos
pero a los que tenemos que enfrentarnos valientemente; no todo es desagradable,
también nos suceden cosas hermosas que nos alegran el corazón y nos dan ánimos
para vivir, y hemos de saber estar atentos para no dejar escapar esas alegrías
de la vida.
Las palabras de Jesús hoy en el
evangelio en una primera lectura parece que nos llenan de temor porque nos
habla de un momento final que no sabemos cuando llegará. Sin embargo si
reflexionamos con una mayor profundidad vemos que lo que quiere decir Jesús es
que tenemos que saber estar atentos a la vida en todas esas circunstancias que
nos toque vivir. Son una gracia del Señor y nunca podemos llenarnos de temor si
vivimos una vida con rectitud y también sabemos ir corriendo el rumbo que
algunas veces se nos puede desviar. Como el piloto de un barco, de un avión o
cualquier otro medio de transporte que está en nuestras manos señalar el rumbo
e ir corrigiendo los desvíos que por las inclemencias nos puedan estar
influyendo en mantener el rumbo de nuestra ruta; no se puede dejar dormir.
No nos podemos dejar dormir en la vida,
atentos no solo al momento final que no sabemos cuando nos puede llegar, sino
en ese día a día en que van apareciendo cosas nuevas en nuestra vida y que
tenemos que saber valorar. En una mirada creyente son una gracia del Señor que
nos ayuda a mantenernos despiertos, atentos, fieles en nuestro camino. Y en una
mirada creyente podemos descubrir también cómo es el Señor que llega a nuestra
vida de mil maneras y tenemos que estar atentos para recibirle, para acogerle,
para enriquecernos con esa gracia que en cada momento derrama sobre nosotros.
Los acontecimientos de la vida pueden
ser en verdad una llamada del Señor. El viene a nosotros y con nosotros camina
a nuestro lado, aunque nuestros ojos muchas veces estén velados por otras cosas
que nos distraen, nos preocupan o nos llaman la atención, como le sucedió a
aquellos caminantes de Emaús; el Señor caminaba con ellos y les hablaba y
aunque sentían que algo estaba pasando dentro de ellos no se daban cuenta que
era el Señor.
Pero pensemos también cómo el Señor
viene a nuestra vida a través de los que nos encontramos en el camino. Ya nos
dirá El que en el momento final se nos va a examinar del amor con que vivimos
nuestro encuentro con los demás, sea quien sea, sean cuales fueran las
circunstancias de su vida. Todo lo que a ellos hicisteis a mi me lo hicisteis,
nos dirá el Señor. Y no es que tengamos que escoger a este o al otro, es en
cada uno en el que tenemos que saber descubrir esa presencia del Señor y en
consecuencia el corazón abierto y lleno de amor con que lo vamos a acoger.
Y pensemos finalmente cómo el Señor
quiere llegar a nosotros cada día con su gracia en la vida litúrgica y
sacramental. Lo sabemos, pero nos ocupamos en otras cosas; tenemos que ir a
tantas cosas, como aquellos convidados de la parábola que desecharon el
banquete que les ofrecía su señor. Vamos, pero no siempre estamos con el traje
de fiesta de nuestra fe viva y despierta; estamos como si estuviéramos en otra
parte; no terminamos de ser conscientes y vivir el maravilloso misterio que
celebramos, lo convertimos en un rito que desarrollamos muy ritualmente, y
valga la repetición del concepto; no terminamos de estar despiertos y abiertos
a la presencia del Señor que es quien nos habla en su Palabra, quien en verdad
nos está alimentando con su gracia sacramental.
Mucho más podríamos reflexionar sobre
ese estar despiertos y atentos para descubrir y acoger la presencia del Señor
que llega nuestra vida.
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