No
son las muchas palabras las que hacen nuestra oración sino en el silencio
descubrir la presencia de Dios para resplandecer con la gloria del Señor
2Corintios 11,1-11; Sal 110; Mateo 6,7-15
‘Cuando
recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por
hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo
que os hace falta antes que lo pidáis...’ nos enseña Jesús.
Yo no sé rezar, dicen algunos, decimos
nosotros tantas veces. Mientras otros dicen que rezan mucho porque repiten y
repiten una y otra vez oraciones aprendidas de memoria, formularios de novenas
y oraciones que otros han escrito. ¿Sabemos rezar? ¿Sabemos orar? La pregunta
es seria y comprometida. Yo me decanto por hacerme la segunda pregunta, si sabré
orar. Porque por rezar entendemos muchas veces eso que decíamos de repetir una
y mil veces oraciones y rezos. Al final algunos se cansan de esas repeticiones
y quizá puedan terminar no haciendo nada y surja la afirmación que antes hacíamos
que no sabemos rezar, o tendríamos que decir, no sabemos orar.
Queremos suponer que quien reza o
repite oraciones al menos se sentirá en la presencia del Señor, y probablemente
mientras va repitiendo esas oraciones allá en su corazón puedan ir surgiendo
otras plegarias, porque recordamos a los seres queridos, pensamos en nuestras
necesidades o problemas, o nos vamos haciendo muchas consideraciones sobre
nuestra vida o sobre los problemas que vemos a nuestro alrededor.
Así podríamos decir que sí, que en el
fondo estamos orando porque realmente vamos presentando al Señor nuestras
necesidades o lo que deseamos y queremos para nosotros, los nuestros o nuestro
mundo. Por eso quizá iríamos más allá del rezo repetitivo si llegamos a
sentirnos de verdad en la presencia del Señor. De lo contrario seria una rutina
quizás y en el fondo no seria una oración que transformara nuestra vida.
Hoy Jesús en el evangelio nos propone
una forma de orar, pero no es que Jesús cuando nos propone ese estilo de oración
no es para que lo convirtamos en una formula más que simplemente repitamos,
sino que nos está ofreciendo un modelo y un sentido de oración. Porque lo
importante es que nos sintamos inundados de Dios, de su presencia y de su amor.
Reconocer su presencia, querer que nuestra vida sea siempre una alabanza al
Señor, que en su presencia descubramos y sintamos lo que en verdad tiene que
ser el sentido de nuestra vida, que haya una verdadera transformación en
nosotros para que en todo busquemos siempre su gloria buscando y comprometiéndonos
a hacer su voluntad.
En nuestra oración tenemos sentirnos
inundados y envueltos por la gloria de Dios. Como Moisés cuando bajó de la
montaña de la presencia de Dios tendríamos que salir con el rostro
resplandeciente, con nuestra vida transformada e iluminada por la gloria de
Dios. En la presencia de Dios tenemos que ver el libro de la historia de
nuestra vida con la luz de Dios para iluminar cada recoveco de nuestra vida
descubriendo el valor de lo que somos, pero también el sentido de cuanto
hacemos queriendo siempre enderezar nuestros pasos por los caminos de Dios. Mal
hemos hecho nuestra oración si no salimos así transformados de la presencia de
Dios.
Busquemos ese momento de paz, de
silencio interior para escuchar a Dios, para sentir a Dios. No son las muchas
palabras las que hacen nuestra oración. Es en ese silencio donde hemos de
descubrir su presencia y entonces nuestro corazón hablará y también escuchará.
No vamos a la oración solo a decir cosas a Dios porque seria un monologo, sino
busquemos ese diálogo de amor sabiendo escuchar a Dios y en verdad entonces nos
sentiremos reconfortados. Nos llenaremos así de la gloria del Señor que hará
resplandecer nuestra vida para en verdad estaremos cantando la gloria del
Señor.
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